¿El triunfo o la derrota nos dignifican?

María Antonieta Solórzano
25 de junio de 2018 - 03:02 p. m.

“Si puedes conocer el triunfo y la derrota y tratar

de la misma manera a esos dos impostores…… Tuya es

la Tierra :…. serás un hombre hijo mío”

Ruyard Kippling

Todo hombre y toda mujer tienen derecho a vivir dignamente, es decir a tomar las riendas de su destino, a nutrir su mente con pensamientos y emociones que los armonicen, a cuidar su cuerpo con experiencias amorosas y sensuales elegidas libremente.

Nadie, por triunfador que se declare, tiene el derecho de arrebatar la dignidad de los demás, someter el destino de otro a su voluntad o autoridad. Nadie, por derrotado o dependiente que se defina tendría que someterse a actuar en contra de su creencias ni ser forzarlo o presionado a vivir emociones que no desea. Nadie tiene el derecho de tocar el cuerpo de otro sin su consentimiento libre.

En pocas palabras, ningún ser humano tiene méritos suficientes para ejercer dominio sobre el cuerpo, la mente y el destino de otro.

Sin embargo, nuestras costumbres patriarcales, presentes en hombres y mujeres, han convertido el derecho a la dignidad en un privilegio, contra toda consideración ética ordenamos nuestra convivencia alrededor del culto a los triunfadores y del desprecio a los derrotados.

Para triunfar, desde las concepciones patriarcales, es imperativo haber convertido a otro en perdedor. Así, en los deportes gana el que elimina a todos los demás, en lo emocional triunfa el que logra la obediencia de los demás frente a sus propios deseos. Mas tortuoso, también se sienten triunfadores quienes han convertido a su cónyuge en victima o a su hija en abusada, en lo económico el que acumule más aunque voltee la espalda a los 65 millones de desplazados en el planeta también es triunfador.

En pocas palabras, ser un vencedor implica demostrar la propia superioridad y dar por cierto que se tiene derecho a dominar, en consecuencia significa negarse la posibilidad del amor, la empatía y la generosidad. Esta clase de ganadores están tanto en nuestras familias como en los medios laborales o en las instancias gubernamentales, todos camuflados de personas exitosas.

Ser un perdedor, en este contexto, es aceptar las mismas definiciones de victoria y fracaso, tener el deseo de ser triunfador y la humillación de no haber podido.

El auto-engaño cultural de nuestra visión es profundo. Ni esta clase de triunfo, ni esta clase de derrota hablan de la esencia del espíritu humano, solo hablan de la sed de poder que caracteriza el ego a un punto tal que llega a sentirse incomodo y avergonzado de no llegar al lugar del dominante.

La dignidad habita en otro lugar, lejos de la ambición del triunfo y de la humillación de la derrota, habita en el lugar del corazón en que conocemos nuestra misión de vida y la cumplimos superando los obstáculos y agradeciendo las oportunidades.

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