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Él mismo elegía las telas de sus trajes: lino, algodón, casimir inglés. Tenía los conjuntos, los sombreros y los cinturones perfectamente ordenados y clasificados por colores en un armario de caoba. Cada par de zapatos en su embalaje original. Las medias y los pañuelos, todos blancos y bordados con sus iniciales, en las pequeñas gavetas de una cómoda. En la misma habitación, junto a una ventana por la que entraba un chorro de luz envuelto en partículas de polvo, había uno de esos antiguos muebles con espejo y palangana que usaba para afeitarse con su maquinilla de plata. Usé esa maquinilla para deshacerme por primera vez del vello de mis piernas. El intento acabó en un simulacro de catástrofe porque me hice una herida sin importancia que sangraba profusamente. Mi abuelo se hubiera reído del reperpero que se armó en la casa por aquel episodio, pero, cuando ocurrió mi salvaje tentativa de afeitado de piernas, él ya no vivía.
Leía y escribía con dificultad. La poca destreza que tenía con el alfabeto la adquirió por cuenta propia. Tenía un impresionante surtido de periódicos y revistas que le gustaba repasar con frecuencia. Yo desempeñaba mi papel de ayudante leyendo para él en voz alta. Algunas veces levantaba la mirada de las páginas y lo sorprendía sonriendo y mirándome con una expresión de arrobamiento que me hacía sentir apenada. Como si gozara de un privilegio que a él le había sido negado y que yo, que carecía del aplomo que da la experiencia, no merecía. Mi abuelo era poco cariñoso y tenía un genio enrevesado. Sé que la música y las historias nos salvaron de una relación insípida. También sé que el recuerdo de su armario fue uno de sus regalos no intencionados, su contribución silenciosa a mi idea de que todos tenemos derecho a recrearnos en la belleza de los colores y las formas que nos visten.
En una conversación con el periodista Xavi Ayén, la escritora Herta Müller describió la belleza como una manifestación del amor propio: “La belleza es algo que todos buscamos, incluso la gente más pobre y en las condiciones más desesperadas. Hay coquetería en los campos de concentración y, en las favelas de Brasil, he visto a chicos salir de una casa muy humilde con una imponente camisa blanca muy bien planchada, felices. Eso es muy importante. La belleza da dignidad a las personas”. En algunos escenarios, el sentido de la dignidad es una conquista diaria que requiere de gran imaginación y arrojo. Y hay contextos en los que no falta quien lo interprete como señal de sospecha. En España, en un acto formal al que asistí hace unos años, alguien me preguntó: “¿En tu país ya te vestías así de elegante?”. Después de darle dos vueltas a su pregunta, y de devolverle la mirada de repaso que me dedicó, lo saqué de dudas: “¡Qué va! En mi país nos cubrimos las partes púdicas con hojas de uva de playa”.
Mi abuelo tenía un sastre refinado y a la vez modesto, pericia para reconocer la calidad de un tejido y delicadeza para preservar el brillo de los materiales nobles. La suya era una elegancia radical. Ningún desconocido con los pies afincados en la tierra yerma de los prejuicios hubiera adivinado, viéndolo llegar a la farmacia, a la oficina del banco o al mercado de agricultores, que había sido un vigilante sin estudios que durante años custodió las propiedades de familias poderosas.
Se supone que un hombre como él no estaba destinado a ser un caballero galante. Con su coquetería innata, mi abuelo alteraba el guion que una sociedad racista y clasista quiso imponerle. Me consta que no trataba de interpretar un papel que negara sus orígenes. Se mostraba más que dispuesto a contarle su historia a quien quisiera escucharla. Era el honorable hijo de una canastera: una madre de familia numerosa que recorría las calles de Santo Domingo vendiendo verduras y frutas con una cesta encaramada en la cabeza. El relato de una vida se compone de muchas partes. El modo en que se vestía mi abuelo era su forma de decirnos: “Mírenme, este hombre que tienen delante de sus ojos también soy yo”.
