#EleNão

Catalina Ruiz-Navarro
01 de noviembre de 2018 - 05:00 a. m.

En abril de 2016, cuando la derecha brasileña estaba a punto de destituir a Dilma Rousseff, en los periódicos se podían ver titulares que decían cosas como “Que Dilma regrese a la casa” y muchos carros y camionetas llevaban un sticker alrededor de la boca de tanque de gasolina que consistía en la cara de Rousseff y un par de piernas abiertas, para poder violar simbólicamente a la presidenta, una y otra vez, con la manguera de gasolina. La misoginia brasileña es una fuerza política que desde hace años se está cocinando a fuego lento.

En noviembre de 2017, cuando la filósofa Judith Butler estuvo en São Paulo para dar una conferencia, grupos ultraconservadores la hostigaron a la salida del auditorio: hombres vestidos de azul y mujeres vestidas de rosa quemaron una imagen de la filósofa mientras gritaban: “¡Quemen a la bruja!”. En ese entonces la feminista brasileña Manoela Miklos, en un artículo sobre el hostil recibimiento a quien la ultraderecha llamó “la precursora de la ideología de género”, habló de la amenaza y vaticinio del pastor evangélico Silas Malafaia: “En un artículo de Estadão, uno de los más respetados periódicos brasileños, en agosto de este año, Silas Malafaia, pastor evangélico brasileño ultraconservador, afirmó que los evangélicos no van a negociar la «ideología de género» en 2018, año de elecciones generales en Brasil. También amenazó al gobernador de São Paulo, Geraldo Alckmin, y al alcalde de la capital, San Pablo, João Doria: «Quien quiera beneficiar en la elección lo políticamente correcto, se va, sigue su camino», dijo el pastor”.

Los grupos de ultraderecha han tenido un gran acierto histórico: primero nos convencieron de que los grupos religiosos no son grupos políticos, como si tal cosa fuera posible, como si los discursos de las religiones no fueran axiologías sobre el deber ser de una sociedad que exigen ponerse en práctica, y luego usaron a los grupos cristianos y al lenguaje de la religión para avanzar sus intereses políticos. De esta manera, la agenda de ultraderecha que lleva por bandera la imposición de la monogamia heterosexual, la discriminación a la comunidad trans y LGBTI, la militarización y el libre porte de armas por parte de la ciudadanía, la explotación extractiva y despiadada de los recursos naturales, la prohibición total del aborto, la penalización del consumo de todo tipo de drogas y el uso del discurso de la “seguridad” para justificar la extrema vigilancia y violencia del Estado, ganó las presidencias de los dos países más grandes y poderosos del hemisferio occidental: Brasil y Estados Unidos. Es un discurso muy efectivo porque disfraza de intereses morales y religiosos un proyecto económico de explotación de todos los recursos posibles, humanos y naturales, que solo va a hacer más agudas las brechas de desigualdad beneficiando, por supuesto, a la minoría más poderosa. Colombia no se queda atrás: nuestra ultraderecha se ve hasta moderada en comparación con Bolsonaro y Trump, pero eso es solo porque a Duque lo tienen diciendo discursos tibios —que pegan muy bien en la opinión pública— mientras los miembros de su partido usan cada vez un discurso público más radical y el Gobierno permite múltiples acciones que buscan retroceder nuestros derechos, comenzando con nuestros derechos sexuales y reproductivos.

¿Qué podemos hacer al respecto? Hace un año Miklos decía: “Resistir es nuestra especialidad como feministas. Butler dice que a medida que nos interpretamos de forma diferente, empezamos a vivir de forma diferente. Por eso, ser aún más feminista, más comprometidas con nosotras y contra la desigualdad es la clave para enfrentar esta amenaza regional. Estos backlash de los antiderechos deben ser enfrentados con más de eso que los amenaza y amedrenta. Como feministas siempre hemos tenido que luchar contra los que tienen miedo de la alteridad”. A medida que pasa el tiempo, las palabras de Miklos se hacen más certeras: el resurgimiento de la ultraderecha es algo a lo que los feminismos se han enfrentado una y otra vez con clara resiliencia y en este momento histórico ser feminista es más político, más urgente que nunca, porque permite ver, claramente y al desnudo, que el supuesto discurso moral en contra de la supuesta “ideología de género” no es más que un proyecto económico mezquino que usa la estigmatización y la discriminación para agudizar la desigualdad en toda la región.

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