Costas extrañas

Elogio de las bibliotecas privadas

J. D. Torres Duarte
15 de mayo de 2019 - 05:00 a. m.

UNO

Las bibliotecas privadas son biografías erráticas. En su ancho caos, conviven con tanta naturalidad los placeres y las desventuras, que, si se trata de reconstruir la existencia de un lector, bastaría con escudriñarlas hasta la saciedad. Las bibliotecas tienen la capacidad, exclusiva de los amores repentinos, de confesarse en silencio.

Su orden es, en principio, determinado por algún criterio riguroso: alfabético, temático, lingüístico. El lector comanda a su horda salvaje para evitar el caos, pues cada libro cuenta como una voz y es preferible tratarlos como individuos que como una tropa altisonante. El ingreso paulatino de nuevos libros implica cavar nuevas zanjas y procurar que el espacio entre ellos sea suficiente para escapar de la asfixia. Los libros deben respirar a gusto.

Pero todo intento de orden es vano.

DOS

Las bibliotecas desobedecen las lógicas externas, pero tienen el hábito piadoso de complacer a sus dueños con un orden pasajero. Cuando Un puente sobre el Drisna entra a la cabecera —que obedece en este caso al criterio alfabético por autor, y el autor es Ivo Andric—, la biblioteca lo permite bajo la condición implícita de que tardará poco en largarse. Eso no significa que el libro abandonará por completo los dominios de la biblioteca, sino que vagará de estación en estación, a lo largo de la casa, para terminar quizás en un lugar insospechado.

Es imposible resistirse contra su voluntad. Los tratos diplomáticos con la estructura de metal o de hierro se reducen a la rendición absoluta. Presa del orgullo, un lector podría alimentar su animadversión en contra de la biblioteca y desdeñarla en busca de una respuesta favorable a sus deseos, en cuyo caso la biblioteca se entregaría sin reflexión al polvo y se inhumaría junto a los libros, como un rey que, encolerizado por el alzamiento de los rebeldes, decide morir recluido con sus súbditos antes que ceder el poder.

Como sea, el lector está destinado al fracaso.

TRES

Las bibliotecas, condenadas a la quietud, dependen del movimiento. Si se han supeditado a ese dios transitorio es sólo porque su mecánica es una réplica de la mente del lector: por razones a veces insondables, el lector transita de Andric a Szymborska, de Szymborska a Juarroz, de Juarroz a Lessing, de Lessing a Naipaul, de Naipaul a Homero. Entonces las bibliotecas aprenden humildad: la biblioteca y el lector se necesitan de manera mutua como la vaca y la garrapata.

El movimiento, sin duda, produce caos. Pero se trata de un caos creativo, como un fuego que reviviera las tierras yermas. Por eso, los libros aparecen de súbito en estantes ajenos, ocupando espacios que no corresponden al criterio inicial, que se doblega entonces como una pavesa bajo la lluvia mientras los libros asaltan sus terrenos endebles con sus propias consignas y su propio orden.

Los once tomos del teatro de Molière se encuentran junto a Oliver Twist por razones tan aleatorias como deliberadas: nadie sabe con certeza qué palabra ni qué giro suscitó en el lector un afán inmediato por acudir a otro autor. De modo que los patrones de una biblioteca se cultivan gracias a los apuros ciegos de un espíritu inquieto.

CUATRO

Pese a tantas voces que alberga, una biblioteca jamás se lamenta. Por el afecto bárbaro de su lector, sus puntillas se desencajan, sus divisiones se estropean, su piel de marfil barato se descascara. Contraria a la costumbre, goza con su desintegración.

Va tomando la forma de una selva que nadie ha invadido: con el tiempo, parecerá que ha estado allí desde el principio de los tiempos.

De repente, sin manifestarse, le brotan raíces y le nace musgo.

Va albergando pestañas y cabellos entre sus pliegues, de modo que es también la depositaria de los restos azarosos de su lector.

El hábito de hospedar libros la convierte a su vez en un libro, del mismo modo en que una enredadera convierte en vegetal vivo a una pared inerte. Es imposible olvidar, sin embargo, que se trata de una biblioteca privada —es decir, íntima— y que su desciframiento requiere el uso de una lengua cuyas claves son sólo asequibles para el lector o para un rastreador de grado mayor. En todo caso, el libro contendrá una suma de agravios y gozos que competirían en veracidad con las huellas de los aventureros desgraciados del Polo Sur. Una tienda de campaña olvidada, rastros de comida congelada: casi idénticos a las hojas ya leídas y a los libros repasados.

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