Costas extrañas

Elogio de los libros usados

J. D. Torres Duarte
07 de agosto de 2019 - 05:00 a. m.

Es paradójico: una persona incapaz de vestir ropa interior ajena es capaz, al mismo tiempo, de comprar un libro usado, pese a que, si se tiene en cuenta su carácter de animal errante, ha sido manoseado, arrastrado y transportado como el más vil e íntimo de los objetos personales.

Un libro usado carga las marcas inauditas de sus dueños precedentes, que pueden ser incluso más arrogantes e invasoras que las de un par de calzoncillos harapientos. Puede tratarse de una firma ligera en la página inicial que señala su propiedad transitoria; puede tratarse, en casos extremos, de subrayados indelebles bajo oraciones o páginas enteras. En cualquier caso, registran una historia personal y reafirman, de ser necesario, que a pesar de la tentativa de domarlos suelen escapar del ámbito de sus dueños para instalarse a gusto en los dominios de la poligamia.

Ésa es justo su ventaja ética frente a los libros nuevos, destinados, al menos por un tiempo, a pertenecer a un solo individuo que incurrirá en la ingenuidad de creer que son fieles como perros. Para aplazar la desdicha, los libros nuevos se comportarán en principio con sobriedad y permitirán incluso algunas anotaciones al margen, que se irán transformando en un anecdotario de los meandros personales. Harán todo cuanto hace un libro: sugerirán interpretaciones, emprenderán expediciones inciertas, guiarán al lector bajo la ilusión maestra de que el mundo nace y termina en sus páginas.

Los libros, sin embargo, tienen un don que entre los humanos resulta escaso: olvidan sin tropiezos. Es un atributo de supervivencia, puesto que sin él no podrían transitar de mano en mano, desapegados e indiferentes, con el mero objeto de cumplir su destino de cosa vagabunda. Un día indeterminado, como de costumbre, sus dueños los prestan (bajo el temor latente de que nunca serán devueltos), los venden o los regalan. Un día indeterminado, como de costumbre, sus dueños mueren, y los libros se trasladan, sin fórmula de duelo, a un estante ajeno o a una biblioteca pública. Para entonces, cuando se apartan de sus primeros lectores, de sus pequeños alumnos inocentes, se convierten en libros usados.

Parece una degradación, pero es un ascenso. Sus defectos (como esa rugosidad sobre la portada que toma de repente la forma de un riachuelo) son considerados cicatrices naturales, dolores que se han asentado. Cuando sus páginas adquieren los tonos del pasto tostado, la primera reacción no es de rechazo, sino de veneración: se trata de un artificio que ha sobrevivido al tiempo y al uso, que permanece en pie. Su apariencia débil, pues es un puñado de hojas pálidas que al fin y al cabo se desvanecería al primer contacto efectivo con el fuego, desaparece casi por completo para convertirse en una pieza inmortal. Parece más vivo que cuando salió de la imprenta, con el olor impregnado de la tinta reciente.

Un libro usado sobrepasa, por lo tanto, la experiencia humana. Mientras todo se acaba y todo se desmorona, ese libro se yergue, sin regodeos, o con regodeos elegantes, como una posibilidad de perdurar. Se los venera, entonces, por la misma razón por la que se insiste en venerar a los dioses: por sus dotes para consolar ante la extinción inminente. 

Es común escuchar que los libros cometen el milagro de convertir a sus autores en seres inmortales; es poco frecuente escuchar, en cambio, que los libros hacen inmortales a sus lectores. Pero esa capacidad increíble está reservada para los libros usados, en donde se guardan, como si se tratara de un cofre sin fondo, sus confesiones de último minuto, sus dudas pueriles y su apuro por encontrar respuestas o, al menos, preguntas precisas. Incluso si el libro careciera de notas al margen, si no tuviera más que algunos dobleces imperceptibles, su arquitectura abundante tendría una apariencia distinta: un libro leído se siente de golpe hinchado, como si hubiera resguardado con esmero el aire primitivo de su lector.

Fuera del ámbito metafísico, donde el libro usado desafía a la muerte, sus dotes se magnifican por un hecho más: en ocasiones, se trata de ejemplares únicos que permiten el acceso a autores restringidos u olvidados por la máquina editorial. Es extraño encontrar, por ejemplo, ediciones recientes de las novelas de Heinrich Böll, de modo que es necesario volver a las traducciones atávicas de hace tres décadas. El amante de Lady Chatterley, procesada en Inglaterra por su infinita obscenidad, pasaba de lector en lector hasta el desgaste de las páginas. De suerte que, además de su franca inmortalidad, los libros usados se resisten a dos vicios expansivos: el olvido y la estupidez. 

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