Siempre empiezo mis cursos en la universidad hablando de Darwin y de su teoría de la evolución. Enseño materias de ciencias sociales y estoy convencido de que sus teorías, sus dilemas y sus preguntas se entienden mejor cuando se explica previamente cómo funciona la selección natural y cómo ocurrió la aparición del Homo sapiens.
Cuando los alumnos entienden cuál es la historia de la vida, una historia que no tiene un rumbo definido, ni un fin, ni un propósito, cuando son conscientes del momento muy tardío en el que el Homo sapiens apareció en esa historia y cuando comprenden la posibilidad de que nuestra especie se extinga (como ha ocurrido con miles de millones de especies), calibran mejor la capacidad limitada que tienen las ciencias sociales para explicar lo que nos ocurre y se interesan por conectar esas ciencias con la biología, la estadística y la neurociencia, entre otras cosas.
Si además de eso entienden que nuestro cerebro se parece mucho al de los mamíferos, que los sentimientos y las emociones no son patrimonio exclusivo del ser humano, y que nuestra racionalidad y memoria están llenas de trampas, sesgos y autoengaños, si entienden todo esto, digo, pierden algo de la consabida arrogancia que nos caracteriza, advierten que el comportamiento humano está en alguna medida determinado por la biología y por los rasgos innatos que compartimos con los simios y otros mamíferos, reconocen que tales cosas diluyen muchas de las fronteras que existen entre las ciencias naturales y las ciencias sociales y, sobre todo, se convencen de que nuestro futuro depende cada vez más de que seamos capaces de cooperar y de hacer tal cosa como integrantes de una especie y no tanto como miembros de patrias o de grupos.
Enseñar la historia de la vida y mostrar el lugar que ocupamos en esa historia debería ser una labor que empiece en los colegios. Es bueno que los niños sepan que el sentido de sus vidas no solo depende de ideologías y religiones sino del lugar que ocupamos en la historia evolutiva y de la capacidad que tiene la ciencia para comprender esa historia. Esto decía Carl Sagan: “Descubrir que el universo tiene de 8.000 millones a 15.000 millones de años y no de 6.000 a 12.000 años mejora nuestra percepción de su alcance y grandeza; mantener la idea de que somos una disposición particularmente compleja de átomos y no un hálito de divinidad aumenta, cuando menos, nuestro aprecio por los átomos (…) encontrar que nuestros antepasados también eran los ancestros de los monos nos vincula al resto de seres vivos y nos da pie a importantes reflexiones sobre la naturaleza humana”.
Los colombianos les damos demasiada importancia a los relatos grandilocuentes, a las grandes explicaciones políticas o religiosas y, en cambio, menospreciamos las enseñanzas de la ciencia, de los oficios y de la experimentación empírica (tal vez por eso, como dice Alejandro Gaviria en uno de sus textos, en el último siglo y medio hemos leído tanto a Marx y tan poco a Darwin). Ambas cosas son necesarias: conocimiento científico y experimentación, por un lado, con discusión moral e ideológica, por el otro. Necesitamos tanto a los científicos humanistas como a los humanistas científicos.
Termino con una frase que me dio a conocer esta semana Moisés Wasserman en una charla que tuvimos sobre estos temas. Es de David S. Wilson y dice lo siguiente: en la construcción de políticas sociales “debemos consultar la teoría de la evolución al menos tanto como consultamos nuestras constituciones, ideologías políticas, textos sagrados y filosofías personales”.