¿En hielo o en fuego?

Héctor Abad Faciolince
25 de agosto de 2019 - 00:00 a. m.

Si Dios existiera, y si tuviera algún interés en los asuntos humanos, seguramente ese dios hipotético nos mandaría señales divinas. Aunque Dios no exista, su hipótesis ha sido útil para que muchos poetas y científicos hayan observado la naturaleza como si esta nos hablara y nos estuviera mandando deliberadamente señales. Los poetas y los científicos, con procedimientos mentales muy distintos —los primeros basados en la sensibilidad y en la intuición, y los segundos en los datos y en la experiencia— de vez en cuando nos descifran las “señales que precederán al fin del mundo”, para usar el título de una novela de Yuri Herrera.

Robert Frost, uno de los grandes poetas de Norteamérica, escribió hace un siglo unos versos muy sencillos. Los copio en inglés, no solo por su bella cadencia, sino porque basta un inglés bastante elemental para entenderlos: “Some say the world will end in fire, / Some say in ice. / From what I’ve tasted of desire / I hold with those who favor fire. / But if it had to perish twice, / I think I know enough of hate / To say that for destruction ice / Is also great / And would suffice.” (Unos dicen que el mundo terminará en fuego, / Otros que en hielo. / Por lo que he probado del deseo, / estoy con los que votan por el fuego. / Pero si tuviera que morir dos veces, / Creo saber bastante sobre el odio / Como para decir que para destruir, el hielo / también es poderoso / Y bastaría.)

Como no soy científico, sino apenas lector ocasional de ciencia divulgativa, voy a leer algunos acontecimientos recientes como si Dios existiera y nos estuviera mandando mensajes, y como si estos fueran “señales que precederán al fin del mundo”. La primera señal divina fue el incendio de Notre Dame de París. Claro, me dirán que Dios pudo haber sido más explícito y quemar más bien, o al mismo tiempo, la basílica de San Pedro. O, como Dios no tiene por qué ser católico, pudo haber desmoronado la pirámide de Kefrén, o la Kaaba en La Meca. Sea como sea, mi alma intuitiva quiere ver como una señal el triste incendio de Nuestra Señora (nuestra Madre) de París.

La segunda señal fue emitida esta semana por el mismísimo diablo, un demonio con el pelo teñido de rojo, don Donald Trump. Este ser malévolo se enfureció y se declaró ofendido en lo más íntimo porque quiso comprar y no le quisieron vender una isla de hielo, Groenlandia. El fuego de Notre Dame y el hielo de la isla más grande del mundo, que se está derritiendo. Una vez, en la Patagonia chilena, vi el espectáculo sobrecogedor de un glaciar. Ante esta poderosa inmensidad uno siente la misma devoción y reverencia que se siente al estar dentro, o frente a una gran catedral, una pirámide o una mezquita. Es como estar en Keops, en Teotihuacán, en la madrasa de Hassan, en la mezquita Azul. Azul como esta mezquita son los témpanos que se van desprendiendo del glaciar, por el calentamiento global, y que son como pedazos que se desmoronan de una gran catedral. Y es de estos últimos depósitos de agua dulce congelada de lo que se quiere apoderar Trump, el perverso.

Pero la señal más explícita de Dios y de los tiempos, el más nítido anuncio del apocalipsis que tenemos el deber de evitar, o al menos de postergar, son los incendios descontrolados en la Amazonia. Otro demonio cercano, otro negacionista del cambio climático, otro deforestador salvaje, Bolsonaro, es tan cínico que acusó a las ONG que defienden las selvas de haber prendido esos fuegos porque él, el bolsón, les retiró los fondos.

Hoy no se trata de rezar por las selvas (la bobada esa de #PrayForTheAmazon) ni de escribir sermones inútiles, para serenar la mala conciencia. Como bien decía este viernes Mónica Monsalve en El Espectador, todos, individuos y gobiernos, podemos hacer algo: prohibir la ganadería en zonas deforestadas; comer menos carnes rojas; sembrar árboles y cuidar los bosques, ayudar a apagar todos los incendios y a proteger todos los hielos. A ver si el mundo no se nos termina ni en hielo ni en fuego.

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