Así tituló El Tiempo su editorial del pasado 14 de mayo en el que, refiriéndose a la aspersión manual forzosa con glifosato, cuestionaba que a través de una tutela el Tribunal de Pasto hubiera ordenado suspender su utilización en diez municipios de la costa Pacífica nariñense hasta que se realizara una consulta que permitiera hacer efectiva la protección de esos territorios ancestrales. A juicio del Tribunal, el uso de este herbicida tendría expuestos a los habitantes de esas regiones a afectaciones en sus derechos al medioambiente sano, salud, seguridad alimentaria, condiciones de vida digna y diversidad sociocultural.
El editorialista hace un recuento de la gran cantidad de hectáreas sembradas con coca en los parques naturales, en los resguardos indígenas y en los territorios ancestrales, para concluir que los narcos se aprovechan del amparo que el Estado brinda a esos sitios para expandir allí sus cultivos ilícitos. Eso es cierto. Si en esas cuentas se incluye además el número de hectáreas sembradas con coca en la frontera con Ecuador, donde tampoco podemos asperjar con glifosato sin arriesgarnos a una nueva demanda, el resultado es que cerca de un tercio de las plantaciones ilícitas del país están protegidas frente a la fumigación aérea.
Pero el ingenio de los narcotraficantes no termina ahí: hace muchos años que le entregaron el problema de los cultivos a pequeños campesinos que en promedio no siembran más de una hectárea, de tal forma que la erradicación forzada del Estado solo los perjudica a ellos porque pierden su fuente de sustento, mientras que esa misma acción sirve para apuntalar los precios de la cocaína en beneficio de los traficantes. También hace mucho que esos grandes grupos criminales trabajan en la forma de hacer más rentable su negocio mediante la utilización de nuevas variedades de plantas de coca capaces de producir tres veces más que las tradicionales, con lo que compensan las pérdidas derivadas de la erradicación forzosa.
Estas y otras estrategias evidencian que mientras las organizaciones criminales han mostrado un gran talento para reinventar periódicamente su ilícito emporio y así mantener sus colosales ganancias, el Estado continúa tercamente aferrado a una fórmula diseñada en los años 60 y promulgada por el presidente Nixon en 1971: la guerra contra las drogas, dirigida por igual contra consumidores, cultivadores y traficantes, con el propósito de acabar con un comercio que, desde entonces, no ha parado de crecer.
Para acometer este problema el Estado debe tener una capacidad de adaptación similar a la que han mostrado los narcos. Hay que enfrentar con la Fuerza Pública y las autoridades judiciales a las organizaciones criminales dedicadas al tráfico de las drogas, pero priorizando un enfoque de salud pública para los consumidores. A los pequeños cultivadores de coca se los tiene que apoyar no solo con programas de sustitución sino fortaleciendo la presencia estatal para que tengan posibilidades reales, no solo de vivir dentro de la legalidad en condiciones dignas, sino de escapar a la perniciosa seducción de los grupos ilegales que se aprovechan de su situación de abandono.