Estado ausente

Armando Montenegro
02 de febrero de 2020 - 05:00 a. m.

En sus 200 años de vida, el Estado colombiano no ha sido capaz de imponer el monopolio de la fuerza y la violencia legítima en su territorio. A lo largo de su historia, vastas zonas han sido dominadas por grupos armados ilegales, en nombre de proyectos políticos rebeldes o de burdas y poderosas causas criminales.

Desde hace décadas, al amparo de varios grupos guerrilleros y diversas bandas de delincuentes organizados, han florecido, en medio de la impunidad, negocios multimillonarios como el cultivo y tráfico de cocaína, la minería ilegal, el robo de gasolina, el contrabando, el secuestro y la extorsión. Violencia organizada y negocios ilícitos son dos caras de una realidad que vive y crece por fuera del imperio de la ley de Colombia.

La ausencia del Estado —de sus fuerzas de seguridad, justicia y servicios sociales— se siente con gran intensidad en el Pacífico y las zonas fronterizas, especialmente en los antiguos territorios nacionales. Como uno de tantos ejemplos, en las semanas pasadas salieron a los medios noticias de la magnitud del control que ejercen el Eln y las disidencias de las Farc en la vida económica y social del Arauca. Ante esta situación, Human Rights Watch solicitó con urgencia el incremento de la policía y la justicia en ese departamento.

La falta de control del Estado sobre amplias zonas contribuye a explicar varios problemas recientes. Cuando se desmovilizaron las Farc, por ejemplo, las fuerzas militares no pudieron controlar las áreas de influencia de ese grupo guerrillero y así se crearon las condiciones para que las ocuparan el Eln, las disidencias de las Farc y otras bandas criminales, motivadas y financiadas por los negocios y tráficos ilegales que allí se desarrollaban. Como resultado, para algunos paradójico, no se incrementó el control del Estado en muchas de esas zonas después de la desmovilización del mayor grupo guerrillero del país.

Bajo esta óptica debe verse también el asesinato de muchos líderes sociales en los últimos meses. Docenas de personas que, en su gran mayoría, viven en zonas coqueras, rurales y apartadas, donde el Estado es casi inexistente, son eliminadas. Son muertes que ocurren en municipios y corregimientos donde no hay policía (o donde es insuficiente), con amplia influencia de guerrillas y bandas criminales, en los cuales, con frecuencia, existen conflictos entre ellas por el control territorial. Es común, también, que se atente contra dirigentes sociales donde se trata de erradicar y sustituir el cultivo de coca. Ante esta realidad, a menos que se eleve sustancialmente la presencia de las fuerzas militares, es ilusorio que se le exija a un Estado ausente que garantice la vida de algunas personas.

La solución de fondo es, por supuesto, que el Estado colombiano logre imponer el monopolio de la fuerza legítima y extienda sus servicios de justicia y atención social en áreas apartadas. Para lograr este propósito, se requieren cambios institucionales profundos, amplios presupuestos y una revisión de las estrategias y políticas de ocupación del territorio. Un punto central en este empeño tendrá que ser la revisión de los planes de seguridad, vigilancia, defensa y control de las fronteras y otras zonas remotas. Un punto de partida debería ser el examen de los recursos que se asignan a las Fuerzas Militares, cuyos montos disminuyeron en la última década.

 

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