¡Estudien vagos!

Tatiana Acevedo Guerrero
22 de abril de 2018 - 07:00 a. m.

La vagancia son las pocas ganas de trabajar de quienes, al no ser ricos, deberían estar laborando día y noche. O el tiempo libre del desocupado que no lo usa en tareas productivas. Esas horas perdidas y esas perezas, han sido un motivo histórico nacional. Esto, porque la angustia sobre qué hacer con aquellos “vagos” acaparó buena parte de los debates legislativos y constitucionales de las décadas de 1920 y 1930. Esta obsesión, explica la profesora Catherine LeGrand, se convirtió en la esencia de las discusiones más emocionales sobre la libertad frente al orden, los derechos civiles frente a la “defensa social” o la seguridad nacional.

LeGrand nos cuenta cómo, en 1922, el Ministerio del Interior informó que “vagabundos se multiplican al infinito” y un bogotano prestante de nombre Celestino Jiménez escribió al Congreso espantado porque los “3.003 vagabundos que recorrían las calles de la capital” estaban “contaminados” y eran “irreformables”. Ese mismo año el Congreso aprobó la primera ley que penalizó la vagancia. El vago (o vaga) sería expulsado de su municipio (por la policía y la autoridad local) y enviado a colonias agrarias penitenciarias. El trabajo en la tierra acabaría con el malestar del ocio. Así, el decreto 1863 de 1926 clasifica como “vagos” a “los menores que no respetan la autoridad y frecuentan burdeles, borrachos, hombres descubiertos repetidamente en juegos de azar proscritos, prostitutas o rameras que crean escándalos y perturban la paz pública, y las personas que deambulan de pueblo en pueblo sin trabajar ni comerciar para ganar honorablemente su subsistencia”.

Para 1955, en un país más urbano, el miedo se centró en el nomadismo y se tipificó como “peligrosos” y merecedores de reforma a aquellos que se movían en la ciudad, los habitantes de invasiones, falsificadores de cheques, anarquistas, comunistas, mariguaneros y jíbaros. Continuó casi intacta esta preocupación durante el Frente Nacional. Los argumentos se dividieron entre los que creían que las vagancias, sobre todo las que tenían que ver con consumo de drogas o rebeldías políticas, debían ser criminalizadas e incluidas en el código penal, y los que afirmaban que no debían ser consideradas delitos. Estos últimos abogaban por soluciones como las colonias agrarias penitenciarias de los veinte.

“El estado antisocial como yo lo entiendo”, explicó en 1959 el procurador y fundador de la Universidad Sergio Arboleda, Rodrigo Noguera Laborde, “es aquella conducta o modo de ser, que por sus modalidades propias se estima peligrosa desde el punto de vista jurídico-criminal por el riesgo que conlleva”. La vagancia, explicó, “es indudablemente un hábito que podría considerarse como la antesala del delito”. En los años que vinieron se mantuvo y fue creciendo esta ansiedad respecto a los “antisociales”, esos enemigos de la seguridad nacional, con muy malas consecuencias: desde la criminalización de la protesta del Estatuto de Seguridad de Turbay Ayala, hasta la represión armada del sindicalismo de los gobiernos del Plan Colombia, pasando por las campañas nacionales de la llamada “limpieza social”, con su expresión quizá más contundente en el arrasado barrio del Cartucho.

No sólo en el desprecio al movimiento estudiantil de la congresista Cabal está manifiesto este desasosiego de casi un siglo contra la “vagancia”. Está en la trayectoria de la mano dura del candidato Vargas Lleras que ha criticado la jurisprudencia frente a la dosis personal porque “genera inseguridad en el país”. Está, por supuesto, en cada una de las intervenciones de Duque, que hoy por hoy (para ganar las elecciones) son las mismas de Uribe. “Hay que volver a penalizar la dosis mínima”, dice el expresidente cada que puede. Y está también en la idea de ofrecer “oportunidades de trabajo a las niñas desde edad temprana”, para prevenir el embarazo. Porque ocupaditas se ven más bonitas.

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