Familia cocalera

Alberto López de Mesa
12 de septiembre de 2019 - 03:27 p. m.

Pude ayudar a que una adolescente, campesina nariñense, ingresará al grado sexto en el colegio distrital José Asunción Silva de la localidad de Engativá. Su mamá, durante los trámites del ingreso, me tomó confianza y me contó parte de su vida, la cual transcribo resumida.

“Yo soy de Ipiales, pero mi papá me heredó una tierra en Zabaleta, corregimiento de Tumaco, son dos fanegadas en el pie de monte con una buena casa. De allá nos fuimos en 2005 con mi marido y los dos hijos, el mayorcito de 10 años y la niña de cuatro. Teníamos mandarinas en la cerca, sembrábamos cebolla y criábamos gallinas y pavos, con eso vivíamos, era duro el trabajo y más la venta, pero, así nos bandeábamos.

Alguien en la plaza le propuso a mi marido que le alquilara un pedazo de la finca para sembrar coca. La verdad, en muchas veredas eso sembraba la gente y les iba mejor que a nosotros, así que accedimos a arrendar un pedazo a dos hermanos antioqueños. La coca tiene dos cosechas y ellos nos pagaban por cada una 7 millones, nos cumplieron dos años, hasta que tuvieron problemas con los guerrilleros que rondan en la zona y les tocó huir.

Cómo nos quedaron las matas, los raspachines, así se les dicen a los que recogen las hojas, nos pidieron que los dejáramos trabajar, entonces ya el negocio era de nosotros, vendimos directamente las hojas a varios que tenían cocinas para pasta de coca, nos pagaban a tres mil pesos el kilo; teníamos siembra en fanegada y media, lógicamente nos quedaba más plata que cuando arrendábamos y eso que pagábamos tres empleados y le dábamos su parte a los raspachines.

En ese tiempo el Ejército no estaba acosando y se trabajaba tranquilamente. Entre la gente que llegaba en cosecha, hubo unos que sabían hacer la pasta y nos propusieron que montáramos una cocina entre el bosque de la ladera y les hicimos caso, ellos mismos se encargaron de construir la enramada y mi marido aprendió a comprar los químicos. Nos volvimos proveedores del tal “alias Contador”, el capo que más compraba y mejor pagaba la coca. Él tiene sus propias cocinas, paro acaparaba toda lo producción de Tumaco. Nos empezó a ir muy bien, le hicimos mejoras a la casa y nos compramos una camioneta de segunda, pero buena y sobre todo muy útil, hasta para transportar a los pelaos que estudiaban en colegio municipal de Tumaco.

En 2010 el negocio iba muy bien, hasta que el Gobierno empezó a fumigar los cultivos. Eso me dio mucho miedo, porque lo que regaban las avionetas es un veneno horrible, las gallinas se nos murieron y las mandarinas se apicharon. Empezó la guerra de verdad. Ya los que nos compraban la pasta llegaban a la finca armados hasta los dientes. Yo me acobardé y le dije a mi esposo que paráramos, que no sembráramos más coca y cerráramos la cocina. Él me hizo caso porque confía en mis corazonadas. Pero entonces la gente del frente Oliver Sinisterra y también los de alias "Contador" nos amenazaron con quitarnos la finca si dejábamos de cultivar coca. A mi esposo le hablaron con revolver en mano.

Mi hijo ya estaba valentoncito, tenía 17 años y quería ganar su propia plata. Dejó de ir al colegio. Eso me dolió porque yo soñaba con su grado de bachiller. Se enroló con la gente de alias "Contador". Un día se me presentó a la casa con un fusil y con vestido camuflado, me dijo que le pagaban dos millones al mes y que le tocaba cuidar cargamentos de cocaína por la ruta del río Rosario hasta un puerto clandestino en las playas de Tumaco. Que había conocido a unos mexicanos importantes, gente del cartel de Sinaloa, que es el que está comprando toda la cocaína que produce Nariño.

Lo escuché y me puse a llorar, porque entendí que ya cogería ese rumbo de vida. Le hablé como madre, con el corazón en la mano. Pero tampoco tenía derecho a reprocharle un proyecto de vida que yo misma le mostré.

En el gobierno de Juan Manuel Santos nos reunieron a todos los cocaleros y nos ofrecieron un montón de cosas con tal de que arrancáramos las matas de coca y sembráramos en cambio cultivos formales, nos regalaron esquejes y semillas de arveja, de papa, de aguacate. Al mismo tiempo nos caían cuadrillas de soldados y a la fuerza nos arrancaban las matas de coca. Mi esposo había prestado el servicio militar y se portó amable con el Ejército cuando nos cayeron a la finca, les hicimos hasta sancocho. Por eso lo mataron. Los vecinos me entregaron el cuerpo con dos tiros en el pecho, lo encontraron a la orilla del río. Hice rápido todas las vueltas del entierro, no quise que su hijita lo viera muerto.

Le vendí la casa y la finca a mi hermano, quise dejarle un dinero a mi hijo pero no lo pude ubicar. Zabaleta está invivible, me vine para Bogotá porque quiero para mi hija una vida lejos de la guerra…”

Creo que huyó con su hija de un mundo que añora. Como ella, muchas familias campesinas de Nariño, Cauca y Putumayo, desde hace 50 años, han construido su existencia en torno a la mata prohibida. La guerra contra el cultivo de coca, la producción y comercialización de la cocaína, obedece a una orden egoísta de EE.UU. Los gobiernos colombianos cumplen la persecución, obedientes, temiendo una descertificación, un embargo de parte del imperio que hoy en día es algo así como una condena infernal. No obstante lo fallida, no obstante lo trágica, Colombia insiste en una política antidrogas causante de muchas de las guerras y las desgracias del país.

 

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