Fidelidad

Alberto Donadio
10 de julio de 2020 - 00:00 a. m.

El Espectador es patrimonio nacional. Hace parte de la patria. Hace parte de la historia. La pandemia agudizó en todo el mundo la crisis de los periódicos, por la desaparición de la publicidad. En los Estados Unidos son 36.000 los periodistas que han perdido el empleo o que reciben menor sueldo o que están en licencia obligatoria por culpa del COVID-19. Colombia no es ajena a la crisis. Pero ningún cambio que ocurra en El Espectador afectará la fidelidad que sentimos los lectores y escribidores. Si la edición impresa solo es dominical, seguiremos fieles a don Fidel Cano Gutiérrez, el fundador. Si se impone una edición digital todos los días, seguiremos fieles a don Fidel Cano Correa, el director. Si el periódico no puede mantener la misma planta de redactores y hay noticias que se reemplazan por cables de agencias como AP, AFP, etc., aun tratándose de sucesos colombianos, seguiremos siendo leales lectores. Si en lugar de hacer un seguimiento general de noticias es necesario destinar el número menor de periodistas al cubrimiento de algunos temas especiales, entenderíamos la realidad. Si El Espectador tiene que hacer énfasis en sus páginas de opinión y abandonar algunas secciones, no formularemos reclamos. Si el periódico ofrece un abanico de muchos columnistas, informes especiales, profundización diaria en dos o tres temas, más cultura y libros, aceptaremos la nueva fórmula. Si no puede darnos dosis diarias de ñeñes y ñoños, de Memo Fantasma, de viajes del fiscal, ese hedor nos abrumará de todas formas. Pero que el periódico se conserve como pregón de ideas y paraninfo de voces.

El Espectador es sencillamente insustituible. Como tribuna libre y crítica, no tiene parangón en la historia del país. Como vocero de la conciencia ciudadana, mantiene un cuasi monopolio desde 1887. “No damos a las buenas y a las malas acciones unos mismos nombres. No hablamos a los dueños del poder el lenguaje de la lisonja”, escribió don Fidel Cano en el primer número. Salvo el Banco de Bogotá y un puñado de universidades, colegios y seminarios, no hay compañías, instituciones o entidades que funcionen desde hace 133 años. Para la inmensa minoría de colombianos que no tragan entero, que no creen en el fanatismo, que escudriñan con escepticismo a los gobernantes, que desconfían de cualquier concentración de poder, El Espectador representa una opción frente a la asfixia moral. De ningún otro diario se puede predicar lo que tres escritores dijeron, entre comillas, sobre este periódico: “Los Cano, una raza especial de seres humanos dotados de una insigne fortaleza moral y, sin embargo, utilizada con una sobria humildad en la defensa de los principios” (Alberto Lleras Camargo). “En lo alto y en la noche ha brillado la luz inextinguible de El Espectador. Y es que la patria, colegas y amigos míos, también es El Espectador” (Eduardo Caballero Calderón). “Lo realmente hermoso de El Espectador es esa manera de sobrevivir, braceando contra la corriente de los intereses creados” (Enrique Caballero Escovar).

En nuestra historia contemporánea, este diario asumió la cuota de sangre que nos tocaba a todos los colombianos. Hay una deuda nacional con El Espectador. Por gratitud, le debemos fidelidad.

 

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