Fragilidad

Arturo Charria
24 de enero de 2019 - 05:00 a. m.

La mañana siguiente a la explosión de la bomba hice todo más despacio. La radio estaba encendida, me alistaba para el trabajo y trataba de ordenar el cuarto. Al sacudir la sábana, un vaso de vidrio rodó sobre la mesa que estaba del otro lado de la cama. Me quedé inmóvil y seguí con la mirada el movimiento circular del vaso sobre la madera. Ese instante que anticipa el golpe de un objeto que se cae siempre me ha causado desazón, es un sentimiento de impotencia que me aprieta el pecho. Recogí los vidrios, uno por uno, y los apilé sobre la mesa. Miré debajo de la cama y pasé la mano sobre el suelo para buscar las diminutas esquirlas que se ocultan en los lugares donde solo llega el polvo. Mientras levantaba los últimos pedazos, pensé que en ese momento cientos de bogotanos estarían haciendo lo mismo que yo: recogiendo trozos de vidrios como si fueran los fragmentos de una vida que de golpe se les partió.

Salí de la casa y el miedo se veía por toda la ciudad, como esos días que llueve durante la madrugada y las calles amanecen mojadas. De camino al trabajo vi una ventana que tenía una cruz gigante hecha con cinta de enmascarar. No se trataba de un edificio nuevo que pone cruces en las ventanas para indicar a los obreros que ahí hay un vidrio, sino una vieja práctica usada en los años más duros del terrorismo, para que la onda explosiva de las bombas no convirtiera los vidrios en proyectiles.

La imagen de esa ventana es una derrota, pues implica que alguien está dispuesto a convertir su casa en una celda, con la ilusión de que así estará más seguro. Ver la ciudad a través de esa ventana distorsiona la realidad y encierra a las personas en su propio temor. Además, es una evidencia de un miedo que se propaga con facilidad, como una epidemia que se instala en la mirada de los transeúntes.

Una amiga me contó que llegó a Bogotá a finales de la década del 80 y el paisaje de la capital era el de cientos de ventanas con cruces de cinta atravesadas sobre los cristales: edificios completos en los que hasta las pequeñas entradas de luz parecían selladas. La recomendación la hizo el propio alcalde que sugirió a los ciudadanos “tomar precauciones”. Ella recuerda a su madre arrancando con decisión la cinta de los vidrios: era un acto de resistencia.

Esas dos imágenes me han hecho pensar en las consecuencias de la bomba que el pasado jueves estalló en Bogotá y, especialmente, en el miedo e impotencia que a veces sentimos cuando algo así sucede. Es un sentimiento que nos hace frágiles, pues creemos que en cualquier momento la vida se nos puede romper. Además, afecta la manera como nos relacionamos con otras personas y determina nuestra forma de habitar el espacio público. No salir, no caminar por ciertos lugares, llegar temprano a casa, desconfiar de aquellos que no conozco, se convierten en reglas de supervivencia. 

Han pasado varios días desde la explosión en la escuela de policía y, aunque lentamente la ciudad va recuperando su ritmo, a veces siento un pequeño pinchazo en el pie, como si una astilla metálica se me hubiera clavado más allá de la piel. Me quito el zapato, la media y veo que es un diminuto cristal, no sé si es del vaso que rodó sobre la mesa o una esquirla de la bomba que tanto daño nos hizo a todos.

 

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