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Género, arrogancia y estupidez

13 de junio de 2009 - 12:49 a. m.

Comprendo muy bien el alboroto mediático que un proyecto de Acuerdo de mi autoría aprobado por el Concejo Distrital ha desatado.

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Más allá de la aparente inutilidad del Acuerdo, la indignación de algunos columnistas de opinión revela los verdaderos miedos que subyacen en la agresividad de los textos.

El lenguaje nunca es inocente. Tampoco neutral. Al fondo de su literalidad, simple y transparente, se parapeta una segunda intencionalidad, figurada, intencional y opaca, capaz de revelar verdaderas relaciones de poder y supeditación, Quien nombra las cosas tiene el poder. A veces la primera intencionalidad enmascara la intención verdadera. Cuando los expertos hablan, por ejemplo, de violencia doméstica o intrafamiliar, intentan convencernos de que el hombre y la mujer comparten responsabilidades idénticas, no importa que las posibilidades de que la mujer sea la víctima sean seis veces mayores.

Cuando construimos el lenguaje, construimos significados, organizamos conceptos. No es cierto que el lenguaje sea un simple ejercicio mimético de unos datos de la realidad que saltan a primera vista. La semántica, que se ocupa de las relaciones entre las palabras y el mundo al que se refieren, enseña a pensar más que comunicar. Cuando un texto da a las palabras un género único, por supuesto masculino, no realiza una operación de simple economía. Tiene una intención que, por un lado, recoge la realidad de la supeditación de lo femenino y por el otro, la refuerza y la reproduce.

Por eso no hay que sorprenderse de la deformación iracunda que Alejandro Gaviria padece en su artículo en El Espectador del domingo último. Gaviria es así, sus textos están siempre llenos de enormidades, con escasos vínculos con la sensatez, la moderación y el respeto a los demás, poseídos por una brillantez delirante donde la agresividad parece la fuente de su única inspiración. Pero además Gaviria, cuya perspicacia es indudable, sabe de la absoluta pertinencia de señalar que la igualdad es la suposición por excelencia para que la moral sea posible. Como bien lo proclama Amelia Valcárcel en su libro Del miedo a la igualdad, la igualdad es una suposición (porque no existe, porque quizás ni siquiera sea factible) pero el mundo que brota de pensarla es distinto del que existiría si además la callásemos. Nombrar los géneros no sólo es una exigencia de la gramática, sino de la semántica, y de la moral y de la política.

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Los miedos, las exclusiones, la arbitrariedad, se alimentan invariablemente del juego de ocultar y mostrar significados. La verdadera apropiación es, antes que nada, del universo de lo simbólico. Por eso no es un desvarío procurar que el lenguaje contribuya a desnudar y exhibir lo que enmascara. Puede que la supresión de la diferencia entre los seres deba comenzar con un lenguaje que pueda deshacerse de toda impostura.

También comprendo, por supuesto, que la norma produzca cierta desazón en usos ancestrales del lenguaje. Héctor Abad Faciolince, refiriéndose al asunto, subrayó esas dificultades en un texto desprevenido y desprovisto de algunas arrogancias ilustradas que no eximen, por supuesto, de toda posibilidad de estupidez. “Para estupideces los inteligentes”. Pero esas dificultades tal vez resulten insignificantes frente a las bondades de evidenciar los enclaves más recónditos de la exclusión de lo femenino.

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 Ángela Benedetti.  Concejala de Bogotá.

La otra crisis

La recesión económica global reproduce el patrón del cambio climático: los ricos son en gran medida responsables, pero los pobres sufren las peores consecuencias. El Banco Mundial ha pronosticado que en 2009 otros 53 millones de personas se verán abocadas a la pobreza, además de los 150 millones a quienes afectó la crisis alimentaria del año pasado. La OIT prevé que entre 18 y 51 millones pierdan su empleo.

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La cruda realidad es que mucha gente es pobre a causa de las políticas de discriminación, marginación y exclusión adoptadas o toleradas por los Estados, con la connivencia de empresas o actores privados. Las personas que viven en la pobreza sufren la inseguridad en todas sus formas, desde el hambre hasta la brutalidad policial.

Los gobiernos no sólo han renunciado a la regulación económica y financiera a favor del mercado, sino que también han fracasado a la hora de proteger los derechos humanos. Con su actuación negligente, los líderes mundiales han generado una enorme brecha al no invertir en ellos. Frente a la recesión, los gobiernos poderosos están volviendo la mirada hacia sí mismos, haciendo caso omiso de la crisis de derechos humanos que los rodea. Y ante el riesgo de inestabilidad política, responden reprimiendo las críticas y con una falta total de rendición de cuentas.

La crisis económica global amenaza con conducir a más gente a la pobreza y convertirla en blanco de violaciones de derechos humanos. La crisis alimentaria está empeorando y aun así apenas atrae la atención de la comunidad internacional. Y el hambre aumenta por la falta de inversión en agricultura, la competencia desleal por la bajada de precios, el cambio climático, el aumento de la población y la demanda masiva de biocombustibles.

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Los líderes que se afanan por sacar adelante programas de estimulación de la economía global siguen ignorando conflictos sangrientos que generan abusos contra los derechos humanos. Estos conflictos agudizan la pobreza y ponen en peligro la estabilidad regional.

El mundo necesita un liderazgo diferente, un modelo político y económico distinto que funcione igual para todos. Un liderazgo que empuje a soluciones integradoras, sostenibles y respetuosas con los derechos humanos. Pero para convertirse en líderes efectivos, los países del G-20 deben enfrentarse primero a su propia doble moral en la defensa de los derechos humanos.

 Irene Khan. Secretaria general de Amnistía Internacional. Londres.

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