Humanizar

Columnista invitado EE
27 de enero de 2020 - 10:17 p. m.

Por: Jaime Alejandro Hincapié García*

La semana pasada una noticia estremeció las redes. En esa manía que tienen las redes de sacudirse con los ataúdes de los muertos inocentes, se comentó mucho, con indignación y conmoción, acerca del lamentable hecho en el que dos niños fallecieron por recibir un medicamento que no necesitaban debido a una mala dispensación en una farmacia de Bogotá. La mamá desprevenida creía que les estaba dando a sus hijos un medicamento antiparasitario y en su lugar les dio tramadol, un fármaco de la familia de la morfina, usado para el dolor y que puede llegar a causar depresión respiratoria. El desenlace es conocido, los niños de siete y diez años fallecieron.

Inmediatamente aparecieron las reacciones: la cadena de farmacias se solidarizó con el dolor de la familia y asumió la responsabilidad del hecho, diciendo que la funcionaria no cumplió el protocolo y que fue despedida. El Invima dijo que no tenía nada que ver, que la vigilancia de las farmacias es competencia de la Secretaría de Salud. La Secretaría de Salud cerró la farmacia y abrió investigación. La Fiscalía, los abogados penalistas, los periodistas, los expertos, todos, se pronunciaron sobre el tema.

Llenos de lugares comunes, los unos decían que acompañaban a la familia en su dolor y los otros —especialmente los expertos— decían que los errores son más comunes de lo que se piensa. Que la publicación “Errar es humano” del Instituto de Medicina de Estados Unidos dice que los errores con medicamentos ocasionan 100.000 muertes al año[1]. O que el 37% de los eventos adversos que ocurren en la atención en salud son atribuibles a medicamentos y que de ellos los errores más comunes son los de prescripción y los menos comunes son los que ocurren en la entrega de medicamentos.[2] [3] Los expertos, con su tono ceremonial de expertos, les cuentan a los periódicos que Colombia no tiene datos, pero que sus estimaciones de expertos suponen que el problema es mucho más grave y que este caso es la punta del iceberg. Los más atrevidos dijeron que la madre tenía responsabilidad en el caso, porque debió revisar bien y que eso también hace parte del protocolo.

Si cerramos los ojos y pensamos en el caso, intentando salir de los lugares comunes y de la literatura científica internacional que nos da la razón, salen algunas reflexiones diferentes.

La primera es que, a pesar de que errar es humano y los errores pueden ser más o menos comunes, está claro que nadie debería morir así y mucho menos un niño. El dolor de la familia no se alivia porque sus muertos hacen parte de una estadísticas tal o cual; por lo tanto, la situación es dolorosísima. No hay nada; ni estadística, ni multa, ni cárcel, ni pena, que repare el dolor.

Ahora, permítase imaginar el dolor de quien cometió el error. Más allá de las discusiones éticas, si es un error es porque no fue intencionado y cometer un error que cobre dos vidas debe ser devastador. La mujer que dispensó mal es el símbolo de todos los profesionales que, intentando cumplir su deber y dando lo mejor que pueden, a veces cometen un error que les cambia la vida. Ese símbolo, ese trabajador que quiere hacer las cosas bien, pero que en un pequeño descuido o en una decisión bien intencionada se le va una vida, parece ser merecedor también de compasión y humanidad.

Permítame vincular a este caso la necesidad de humanizar en doble vía. A los trabajadores del sector salud se les imparten interminables charlas para humanizar su servicio. La atención en salud debe ser humana, claro está, porque la mayor parte del tiempo se está buscando minimizar o prevenir el dolor del otro. Las entidades se esfuerzan para impregnar en el ADN de sus colaboradores la humanización del servicio.

No obstante, pareciera que la humanización se espera en una sola vía, del profesional hacia el paciente. Los que hemos trabajado en el sector salud sabemos que hay instituciones que les dan 20 minutos a los trabajadores para almorzar, que muchos de ellos comen parados en cocinetas de un metro cuadrado, que algunos llevan dos, tres y hasta más meses sin recibir su pago oportunamente —debido a la crisis financiera del sector—, que la mayoría de los auxiliares de servicios de salud tienen salarios bajos, que los turnos son largos y desgastantes y algunas veces en condiciones inadecuadas. Así mismo, los trabajadores del sector salud están en continuo relacionamiento con otros, lo que se presta para que aparezcan malos tratos por parte de pacientes impacientes, toreados hasta el cansancio por este sistema de salud centrado en la burocracia, que llegan a las taquillas de los hospitales, a los mostradores de las farmacias y a los consultorios médicos con los nervios de punta después de papeleos, sellos, autorizaciones y frustraciones.

No hay palabras para describir la tristeza que produce pensar en el dolor que sufre la familia de los niños que murieron por el error involuntario de una persona. También el dolor de esa persona que cometió el error y el de su familia. La indolencia de las estadísticas, de ciertas entidades y en general de las prácticas establecidas.

No tenemos, tampoco, una respuesta definitiva, una receta mágica, sobre qué hacer para disminuir esos errores. Posiblemente la tecnología tendría que llegar más rápido a las farmacias, para cumplir con actividades mecánicas que pueden ser resueltas por una máquina. Quizás se deba insistir en que dispensar es un acto educativo, no una transacción comercial, por ahí podrían empezar las instituciones y los entes de control. Un acto educativo no se puede hacer si no se tiene la capacitación para hacerlo, pero además si tiene que entregar más de mil prescripciones al día. Quizás se deba investigar mejor en procesos, para que se reduzca la probabilidad de error, estableciendo de verdad protocolos y hábitos estrictos de dispensación y no esos protocolos en papel que revisan los entes de control.

A lo mejor se debe mejorar la educación en salud, alfabetizar en salud como lo llama la Organización Mundial de la Salud, para que los pacientes estén bien empoderados y no entreguen toda su capacidad de decisión a los agentes de salud, para que tomen decisiones que cuiden sus vidas, especialmente en el proceso de atención. Seguramente esa educación es responsabilidad de las entidades que prestan los servicios, los aseguradores, el gobierno y la academia. Lo más seguro es que esa educación hoy es mínima o inexistente.

Pero quizás necesitamos una medida urgente que no es evidente, que implica una transformación cultural: entender que al que tenemos al frente es un humano, otro como yo, digno de cuidado y respeto. Humanizar, tratar con profundo respeto al paciente y al que está sufriendo, pero también garantizar el bienestar del que cuida, del trabajador del sector salud, para así garantizar el bienestar de muchos. Se puede al menos empezar a comprender la complejidad que habita al otro.

Profesor de la Facultad de Ciencias Farmacéuticas de la Universidad de Antioquia

 

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