La Michelada

Ir a San Andrés como antiturista

Michelle Arévalo Zuleta
22 de marzo de 2018 - 11:27 a. m.

Haber nacido y crecido en San Andrés, uno de los lugares más hermosos y uno de los más turísticos de Colombia, me ha convertido en una antiturista.
 
Por años los sanandresanos hemos sido testigos de los diferentes tipos de turistas. Está el que utiliza y destroza los bienes públicos, ese que ensucia y daña las playas sin remordimiento alguno, el que va con plan definido por una agencia o un hotel y  lo usa de excusa  para no experimentar más allá de lo que todos visitan, ese que no prueba la comida típica por prejuicios o porque tiene la opción de un todo incluido; y está el que además no se interesa en lo más mínimo por aprender algo de la cultura y costumbres del archipiélago.
 
El antiturista, en cambio, es aquel que habla con los locales. Este pasa un poco desapercibido, pues es un gran observador y busca aventurarse en todo lo que para él es nuevo y desconocido, cuida la playa, no bota basura o lleva bolsas plásticas con él y está abierto a aprender de las tradiciones isleñas con respeto. Un anti- turista encuentra y recorre los espacios de la isla donde otros no ven más que mar.

Les voy a contar cómo me fue volviendo a San Andrés como una antiturista. 
 
Para llegar a la isla es necesario hacerlo en avión. Conseguí un tiquete de $127.000 en una aerolínea de bajo costo y no tuve que pagar tarjeta de turismo, por ser nativa, pero a la mayoría de turistas les toca pagar $104.000 para entrar por la grave sobrepoblación de la isla.
 
Si usted no cuenta con estadía, aparte de los hoteles y hostales, en San Andŕes la frase “Mi casa es tu casa”  se volvió  literal, ya que con las aerolíneas de bajo costo aparecieron también las posadas nativas. La gente alquila su casa o parte de ellas para que los viajeros pasen la noche por hasta $30.000. Sólo deben asegurarse de que estos sitios no estén dentro de la informalidad, ya que muchos aprovechan para alquilar cuartos en casas ubicadas en sectores amigables con su bolsillo, pero no tanto con su seguridad, donde le pueden robar algo más que el saludo.
 
Salí a dar la vuelta a la isla, no en carro, no en moto, sino en bicicleta. Para moverse dentro de los 27 kilómetros que tiene San Andrés, existen desde motos hasta las conocidas “mulitas”, que son carros descubiertos parecidos a los carros de golf, que ya es raro ver en los alrededores de la isla. Un día en moto puede costar $60.000 y en mula desde $180.000 el día, con capacidad para cuatro y seis personas.

 

Siguiendo mi plan antiturista, me fui por la vía San Luis y sin pagar o hacer filas, en medio de la naturaleza, me encontré un puente de madera sostenido sobre el húmedo piso del manglar. Caminé sobre él en distintas direcciones, el único tráfico que vi fue el de los pájaros que se llaman unos a otros. Aquí los  semáforos son las horas, que con el pasar del tiempo hicieron cambiar de color al cielo para indicarme que empezaba la tarde.
 
Continuando el recorrido, paré en una casa isleña que pasa desapercibida ante los ojos del turista común, pues bien tiene un letrero que dice Miss Vivi, y este sólo puede significar helados de maíz; propios de esta zona y es costumbre comerlos cuando se da la vuelta a la isla.
 
Llegando a la mitad del trayecto, encontré una de mis playas favoritas, no por nada se llama “el Paraíso”. En la mañana es ideal porque no hay gente, a diferencia de las playas del centro, que muchas veces toca rogar por una asoleadora. A mitad y a final de año, esta playa es perfecta para aprender a surfear, otro plan para hacer en la isla, muy diferente a lo que acostumbramos. La transparencia de sus aguas dejan  ver una extensa variedad de peces y es ideal para pasar todo el día nadando o  montando las olas, o como mi tía, se puede quedar afuera buscando emparejar el bronceado de la ciclovía.
 
Buscando algo de comer, caminé dos cuadras y llegué a la cocina de Star, hija de Sky y hermana de Heaven, quien preparaba platos con mariscos para los pocos residentes que conocen el lugar. Me senté frente al mar, me comí un encocado mientras miraba cómo una isleñita tomaba una costeñita para calmar la sed.
 
Pedaladas siguientes, llegué a un sitio con un letrero que decía Bengue’s Place. Bengue es un raizal de casi 1.85 de estatura, con brazos fornidos, dreads a la altura del hombro y de poca risa. Me saluda y después de pedirle algo de tomar,  saca un coco de su nevera, lo corta un con un machete sin hacer mayor esfuerzo; está frío, perfecto para refrescar la tarde.


Como un buen antiturista, vale la pena dar la vuelta a la isla despacio, para tener tiempo de apreciar sin prisa cada calle, cada letrero, cada pedacito de mar que se va encontrando, así seguro se dará cuenta que en el camino está la prueba más deliciosa de que esta isla tiene más que mar para ofrecer. Siempre lo confirmo cuando llego a una de las  llamadas  “mesitas”: mesas que las isleñas acostumbran a sacar los fines de semana frente a sus casas con comida típica que ellas mismas preparan y venden.

La comida típica isleña es muy amplia y en su mayoría hecha con mariscos. La empanada de cangrejo o crab patty fue mi entrada perfecta. También probé bolitas de caracol y pescado, un crab back o carne de cangrejo con picante. 

En caso de ser  alérgico a los mariscos, o si simplemente no le gustan, las mesitas casi siempre también tienen carne y pollo preparados al estilo isleño, con acompañantes como fríjoles, o colita de cerdo conocida como pigtail. 

A pesar de mi llenura, no me pude ir sin probar el rondón. Este es el plato típico de las islas y está hecho a base de leche de coco, lleva pescado, cola de cerdo, ñame, caracol, una masa de harina que se llama dompling y mi favorito, el fruta de pan o bread fruit, que es un fruto que se da en las islas por temporadas, lo hacen cocinado o frito, pero es imposible comerse solo uno. Todo esto por $25.000. 
 
Terminando el recorrido por el otro lado de la isla,  hago una parada en Big mama, el lugar de Sol, un rasta con los dreads blancos canosos y con la sonrisa eterna. Detrás de una barra me ofreció el único  “sex on the beach” del día:  un cóctel. Así que, como antiturista, desmentí el mito: San Andrés está muy lejos de ser uno de los destinos sexuales más grandes del país, como afirmaron hace poco en una columna de opinión. 

Son las seis de la tarde, he visto en mi mismo recorrido máximo 15 antituristas, mientras llegando al centro veo montones de personas aun en el mar.

Para cenar, elegí el restaurante de Guillo y Gloria Basmagi, ellos han construido más que sitio sobre el mar. La Regatta es parte innegable de la isla, para pasar una noche romántica, o simplemente para comer suspendido sobre un muelle que deja ver entre sus huecos el mar moverse reflejando la luz.
 
Recuerde que San Andrés es Colombia, no es de Nicaragua; que en las islas se habla creole (inglés criollo), no Patuá; que gracias a que tenemos cayos, bancos de arena y otras dos islas (Santa Catalina y Providencia), conformamos el departamento más extenso del país.
 
Si bien usted puede ir a San Andrés en el plan que guste, recuerde que esta isla  no es sólo un bello paisaje para poner de fondo de su pantalla de celular.  Siéntase un antiturista y conozca la gente tan cálida y amable que abunda en este pedacito de tierra, pruebe su comida, conozca su cultura y aprenda de su historia, vea cómo viven el presente y sea testigo de la fortaleza que une a raizales y continentales, que a pesar de sus múltiples problemas de seguridad, corrupción, basura, y salud, no se hunden y se mantienen a flote aún cuando les quitaron hasta su propio mar.

La Michelada es un espacio semanal para explorar todos esos planes alternativos que hay escondidos en Colombia. Acompáñenme a experimentar cosas nuevas.

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