La carta clasista

Francisco Gutiérrez Sanín
28 de febrero de 2020 - 05:00 a. m.

En una columna anterior me referí al efecto de la “carta robada”: algo que está debajo de nuestras narices y es tan clamoroso que no lo podemos ver. Uno de los ejemplos más chocantes de tal fenómeno en nuestro país es lo que podríamos llamar la carta clasista. Un clasismo estamental, agresivo y sangrón, para gente bien conectada. Cuando uno empieza a pensar en el asunto, se encuentra con que los casos se multiplican de manera aparentemente incontenible.

No me cabrían las columnas de un año para ilustrar el punto, así que me circunscribo a lo más reciente. El general Mario Montoya ofreció ante la JEP la siguiente explicación sobre la ocurrencia de los llamados “falsos positivos”: sus soldados provenían de los estratos uno y dos, por lo que tenían la proclividad a portarse de manera salvaje. Esto, a propósito, lo tendría que incriminar: cuando ocurrieron esos asesinatos Montoya conocía muy bien a su personal, así que tenía que saber cuál sería el efecto real de sus directivas.

Casi en paralelo, al embajador de Colombia en Uruguay, un señor Sanclemente, le descubrieron un poderoso laboratorio de cocaína en su finca. El Gobierno y algunos medios se han esmerado en ignorar el episodio, así que hay muchas cosas que no sabemos sobre él. Sí conocemos, en cambio, la defensa de Sanclemente, que podría explicar el benévolo trato que ha venido recibiendo. En lugar de referirse a los extraños hechos que involucran a su propiedad, contó que proviene de una familia que le ha prestado grandes servicios a Colombia. Y sí: pertenece a un linaje de políticos conservadores estupendamente conectados. Los conservadores son claves para este Gobierno —como lo han sido también para los anteriores—, y el señor Sanclemente ha de tener excelentes contactos. Me pregunto si en estas condiciones lo tocarán, o siquiera se atreverán a hablar de su entuerto.

El sainete de Aída refleja exactamente lo mismo. Sus denuncias lo corroboran, pero antes de que las hiciera ya la situación era más o menos obvia: tenía protectores y amigos poderosos, que le permitieron manejar su novelón de manera cómoda y finalmente volarse.

Comparen todo esto con la soledad de las Madres de Soacha, víctimas de crímenes vesánicos, a quienes los altos funcionarios del Estado simplemente no determinan. Como a Sanclemente, las cubren con un manto de silencio. Pero en el primer caso protege y en el segundo trata de asfixiar.

Ahora bien: a lo largo de mi vida he conocido, y en ocasiones he apreciado mucho, a gentes de todas las proveniencias sociales. Usando el lenguaje administrativo bogotano: tengo una lista relativamente larga de estupendos estratos uno y de fantásticos estratos ocho. No creo en el odio ni en el resentimiento. Pero precisamente por eso sé que qué tan deletéreo puede ser el injusto trato preferencial para con los privilegiados, y qué tan absurda y antidemocrática es la idea de que los sectores populares tienen una tendencia espontánea a la brutalidad —idea que buena parte de los colombianos, funcionarios y medios parecen asumir alegremente—. Ella es la que constituye una invitación al salvajismo y la exclusión. También desafía toda la experiencia histórica reciente. ¿Quieren ver salvajismo en serio, en grande? Lean las trayectorias de Salvatore Mancuso, Jorge 40, Carlos Castaño y tantos otros acomodados hacendados que asesinaron sin cansancio y llenaron de lágrimas este país. Es fácil encontrar la documentación: de hecho, los tres escribieron sendas autobiografías. ¿Será que ahora el flamante Centro Nacional de Memoria Histórica quiere edulcorar el entorno —“el vecino, el amigo, el compadre”— y la actividad de tales gentes? Capaz. ¿Pero cuánto valdrá, a estas alturas, una absolución de Darío Acevedo?

Ni Montoya ni Aída son ricos. Pero eso no es contraargumento. El clasismo a la colombiana no funciona así: combina una enorme exclusión con niveles altos de movilidad. Es un tema al que tendré que volver.

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