La ciudad eterna

Valentina Coccia
08 de febrero de 2019 - 05:00 a. m.

Las crónicas de viaje son libros realmente encantadores. Si alguna vez los lectores han tenido la oportunidad de aproximarse, se habrán dado cuenta que los cronistas que vinieron a América por primera vez entendieron nuestro mundo con sus propios ojos y, sin darse muchas explicaciones, llenaron América de mitos y leyendas monstruosas, de seres extraños e incomprensibles. Las crónicas de viaje, realmente, no son un documento sobre cómo un continente, una ciudad o un país realmente son, sino que más bien, son la mítica evidencia de cómo nosotros, los que miramos ese nuevo entorno, percibimos el mundo. Es como si al viajar se buscara un rezago de su propia percepción en un mundo ajeno. Escribir sobre ese nuevo entorno es siempre un acto de nostalgia por lo propio.

Como lo dije en alguna de mis columnas anteriores, estaré viajando fuera de Colombia por un tiempo. Extrañando el sol ardiente de Bogotá y la sombra de sus cerros me dispongo a ver el continente europeo con ojos de viajero: ojos curiosos, ojos abiertos, ojos que buscan comprender una realidad ajena a pesar de las prisas de las que ni siquiera los viajes se escapan. De vez en cuando sacaré alguna crónica de esta aventura, y trataré de explicarles este nuevo mundo a ustedes, mis queridos lectores del otro lado del océano. Quiero hacer de este mundo algo comprensible también para ustedes.

Hoy quisiera hablarles de Roma, la ciudad que se hace llamar “eterna”. Hace un par de semanas que estoy aquí, y ahora, más que nunca, me he dado cuenta que las ciudades son un cúmulo de tiempos. En Roma las antiguas edificaciones del Imperio conviven con las extravagancias del barroco, con la sacralidad del gótico, con la iluminación del renacimiento. Y hoy en día las calles, habitadas por la modernidad, tratan de acomodarse a una estructura que intenta conservar los tiempos y la historia de todas las maneras posibles.

Roma es una ciudad que es tan íntima como un barrio.  En cada recoveco se escuchan las voces de las personas; al interior de los edificios se escucha el rumor de los pasos. En los edificios residenciales las paredes son tan delgadas que casi se puede uno imaginar las caras de las personas riéndose o los gestos propios de los efusivos altercados entre marido y mujer. Las ambulancias, los automóviles y las motos dejan un sonido que resuena por toda la ciudad. No sé si Roma fue construida con este efecto sonoro para que todos pudieran protegerse los unos a los otros del peligro, pero de lo que sí estoy segura es que Roma fue construida para que la luz se posara sobre ella. Los edificios se iluminan tan bellamente con el sol que pareciera que tuvieran luz propia. La luz los magnifica: los convierte en los monumentos de un imperio.

Me genera curiosidad que esta ciudad está llena de palmeras: cada monumento importante está acompañado por uno de estos grandes árboles. Las palmeras, árboles de cuña tropical, parecen venir a hablar de que Roma, a pesar de estar mucho más arriba de África, tiene un suelo mágico donde todo crece, florece y se vuelve imponente.

Roma es también la ciudad de las fuentes. El río Tíber parece colarse por todos los acueductos para llevar por toda Roma sus aguas. Las fuentes están en cada plaza, y todas, de una o de otra manera, rememoran tritones, Neptunos y criaturas marinas. Pareciera que todas las aguas de todos los mares, de todos los ríos y de todos los lagos confluyeran hacia Roma para formar parte de su dominio y patrimonio. Además de esto, por Roma son pocas las palomas que vuelan: también debido a la cercanía con el mar a Roma llegan las gaviotas que volando en círculos rompen el cielo con sus alas. Parecen ser los guardianes de la ciudad, volando en los cielos pero también bajando a compartir con sus habitantes.

En medio de toda esta magnificencia que resuena como una foto tomada desde lo alto, el lente se vuelve pequeño y hace un zoom hacia las caras de sus habitantes. Así como Roma acumula tiempos también acumula rostros, etnias, culturas, colores de piel, religiones y formas de pensamiento. A pesar de ser una ciudad anfitriona para todos los continentes, en Roma esas personas parecen cohabitar, mas no coexistir. Los guetos se forman en cada esquina: africanos con africanos, chinos con chinos, suramericanos con suramericanos, e italianos que se sienten cada vez más incómodos de compartir su bella ciudad. El único momento en el que he visto que todos conviven es en los servicios de transporte público. En el metro, en el que la gente parece salir desbocada como de una bolsa de basura, italianos, chinos, africanos, suramericanos, musulmanes y europeos orientales se apretujan, se tocan, se huelen los unos a los otros. Muchas veces algunos se voltean las caras, les molesta la gesticulación y el habla ajena, desean salir lo más pronto para que ese arrume caluroso y molesto acabe pronto. Roma ha conseguido que los tiempos coexistan, que sus bellos edificios y que sus lindas calles aún se mantengan intactas, pero todavía no ha conseguido que sus huéspedes, italianos y no, logren coexistir en armonía pacífica. El otro aquí no genera ninguna curiosidad: no se quiere conocer el pasado ajeno. Por lo tanto, el contacto se limita a compartir las calles y los cielos, las aguas y la naturaleza que Roma pone al servicio de la humanidad.

La ciudad eterna es entonces víctima de los tiempos: la crisis migratoria no ha producido aún un cambio con respecto al acogimiento de prófugos e inmigrantes. Si Roma y las otras ciudades europeas no se abren a modificar sus dogmas culturales, el tiempo se detendrá para ellas. Las ciudades no serán más que ruinas, y el pasado durante tanto tiempo conservado quedará nadando en los restos de un vago recuerdo.

@valentinacocci4

valentinacoccia.elespectador@gmail.com

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