La corrupción, ¿un alud imparable?

Elisabeth Ungar Bleier
29 de agosto de 2019 - 05:00 a. m.

Corrupción en las Fuerzas Armadas, en la Contraloría de Antioquia, en la justicia, en alcaldías y gobernaciones, en la Fiscalía, en la Registraduría, en las campañas electorales, en la salud y la educación, en grandes y pequeñas obras de infraestructura; empresas nacionales e internacionales que saquean los recursos públicos en detrimento del bienestar general y de los sectores más vulnerables; personas acusadas por hechos de corrupción dejadas en libertad por vencimiento de términos, personas que han sido condenadas y pagan penas irrisorias cómodamente instaladas en sus casas, personas que poseen inmensas fortunas producto de su accionar y no han resarcido a sus víctimas ni a la sociedad. Esta lista es apenas una pequeña muestra de la tragedia que día a día enfrenta el país y que pareciera ir en aumento ante la aparente impotencia o incapacidad del Estado para enfrentarla, y en algunos casos ante la complicidad de servidores públicos, empresarios, y actores ilegales y criminales que se benefician de esta situación. Es como un alud que va aumentando, sin que puedan pararlo. Y es solo cuando ha pasado la avalancha que se aprecian las consecuencias. Entre tanto, líderes sociales, funcionarios honestos y ciudadanos del común son amenazados, desplazados o asesinados por denunciar hechos de corrupción.

Muchos se preguntan qué está fallando. Sin duda, el Estado en su conjunto tiene una gran responsabilidad: el sistema judicial y los órganos de control, que por acción, omisión o complicidad no han podido enfrentar el problema con suficiente efectividad y eficacia.

También los gobiernos, en cabeza del Ejecutivo, que no han logrado poner en marcha políticas anticorrupción que la enfrenten como un problema estructural y transversal, que por ende requiere coordinación interinstitucional y continuidad. En este tema, como en tantos otros, el afán de proponer medidas y acciones “novedosas” y de desconocer lo que han hecho los antecesores e incluso recomendaciones de organismos internacionales impide avanzar en este propósito. El actual Gobierno no es la excepción. Por ejemplo, en lugar de fortalecer la Secretaría de la Transparencia, como lo recomendó la OCDE, esta pasó de depender de la Presidencia a la Vicepresidencia, y al poco tiempo de ser nombrado el secretario fue encargado de la Alcaldía de Santa Marta y luego embajador alterno ante la ONU. Desde entonces la Secretaría no tiene secretario en propiedad.

Y, por supuesto, el Congreso, donde los proyectos anticorrupción sistemáticamente se hunden, porque afectan intereses políticos y económicos de sectores poderosos que ejercen toda su influencia para evitar que sean aprobados. El ejemplo más reciente es la consulta anticorrupción, apoyada hace un año por cerca de 12 millones de ciudadanos. Esta no ha tenido apoyo decidido del Gobierno, de la mayoría de los partidos ni de sus congresistas.

Como lo muestra el Latinobarómetro 2018, en Colombia, como en otros países donde la corrupción ha hecho estragos, está disminuyendo el apoyo a la democracia, se ha disparado la insatisfacción y crecido el número de indiferentes. Esto es un abrebocas para gobiernos autoritarios y populistas. ¿Es esto lo que queremos?

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