El alboroto causado por la decisión de la Corte Constitucional de emplear en una sentencia el castellano puro en lugar del ‘lenguaje inclusivo’ es lo más parecido a una tempestad en un vaso de agua. Bien dijo la Corte, para justificar dicho uso, que la Real Academia Española, a la que hemos dado siempre la última palabra en esta materia, dictaminó que en el idioma castellano los sustantivos masculinos genéricos se aplican en condiciones de igualdad y equidad a hombres y mujeres sin distinción de sexo. Por si esto no bastara, hay otras razones de sobra para defender la posición de la Corte.
En los dos casos cubiertos por la sentencia, dictada por la Sala Tercera de Revisión del alto tribunal, se resolvieron los recursos de tutela de dos mujeres respecto a resoluciones judiciales adversas dictadas por juzgados de Cali y Bogotá. Las tutelas fueron seleccionadas con el fin de proteger los derechos de las mujeres y en uno de ellos la Corte señaló expresamente que procedía la tutela porque en las instancias inferiores se desconocieron los mandatos constitucionales de igualdad y de no discriminación por razones de género que obligan a integrar esa perspectiva en la administración de justicia.
Más claro no canta un gallo. Hasta el lector menos avisado puede concluir que si algo demostró la Corte con esta sentencia es que respeta y defiende los derechos de las mujeres y aplica integralmente lo que ordena la Constitución en cuanto al enfoque de género en las decisiones judiciales. Los que arremetieron contra la Corte a raíz de esta sentencia no se detuvieron en el fondo de la misma, sino que prefirieron atacarla con un argumento secundario y discutible de carácter lingüístico.
Todos sabemos que la oleada de feminismo que comenzó en la década de 1970 arremetió, entre otras cosas, contra el lenguaje que las promotoras de ese movimiento llamaron sexista por considerarlo discriminatorio en contra de su sexo. Blanco de este ataque fueron los términos utilizados sin intención discriminatoria desde que se comenzó a hablar español, como la palabra “hombre” para referirse a la especie humana. La ofensiva creció como una ola de nieve hasta llegar a una deformación del lenguaje que desafía la razón y el buen gusto.
Basta con tomar cualquier texto clásico, desde Cervantes hasta García Márquez, y agregar a cada nombre, pronombre o adjetivo el del género opuesto para apreciar la magnitud del lingüicidio. Sirve de ejemplo esta frase de Cien años de soledad:
“…más de tres mil personas, entre trabajadores y trabajadoras, mujeres y niños y niñas, habían desbordado el espacio descubierto frente a la estación…”
El purismo sexista puede ser políticamente correcto, pero está llegando a extremos absurdos como el de emplear los pronombres “los” y “las” en lugar del genérico que siempre fue inclusivo, o reemplazar términos universales masculinos como “hombres” por el de “personas”. Esto es algo que también ocurrió en inglés cuando en el Reino Unido se comenzó utilizar “la persona en el trono” en lugar de “rey” o “reina”. Contradictoriamente, las defensoras del lenguaje inclusivo ignoran el uso del femenino en ciertos oficios o profesiones como el de poetisa, pues prefieren “poeta”. Esto sin hablar de casos como los de “piloto”, “testigo” o “miembro”, en los que la controversia se refiere al artículo.
Al margen de estas observaciones, es obvio que para emplear bien el lenguaje es necesario respetar los símbolos o signos que lo componen, las reglas socialmente aceptadas para su uso y la herencia cultural que encarna. El uso de nuevas palabras o formas de comunicación impuestas por las redes sociales puede coexistir con el idioma castizo, hablado o escrito, sin destruir el instrumento de comunicación y cohesión de la sociedad hispanohablante, cuyo valor no necesita ser subrayado.
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Si le interesa ver una argumentación contraria a esta, le recomendamos el siguiente capítulo de La Disidencia: