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La cortesía

María Elvira Bonilla
22 de septiembre de 2014 - 03:47 a. m.

Nada más hizo más evidente lo ajeno de la cortesía como necesario comportamiento social que el debate convocado por el senador Iván Cepeda sobre la relación del expresidente Álvaro Uribe con el paramilitarismo.

Lo de menos es la polarización, por agresiva que esta pueda ser; lo de más es la bajeza de la gazapera emocional, desbordada en el tono, capaz de recurrir a expresiones inaceptables y a desplantes ofensivos. A la grosería, la patanería, la altanería para intentar anular al otro. Comportamientos acentuados por la huella fatal de la narco cultura.

Como en las galleras o los escenarios primitivos, los rounds de boxeo o de lucha libre, donde desde las galerías se aúpa a los púgiles para derrotar, humillar al contrincante. La galería en nuestros tiempos son los medios de comunicación, las redes sociales que se alimentan de la repetición de las frases sonoras, de los gestos intimidantes, graznidos vociferantes. Una repetición que aturde y banaliza cualquier reflexión.

De allí la importancia de rescatar la cortesía como un comportamiento que fundamenta las relaciones en sociedad. Un concepto que puede sonar demodé, pero que es mucho más profundo y va más allá del simple arte de los buenos modales. Es el ejercicio pleno del respeto por el otro. Y entre las relaciones humanas, las relaciones políticas son las que más requieren de ésta, de allí la cortesía parlamentaria, que entre los anglosajones se expresa con un saludo de manos entre los contradictores después del agitado dependen. Precisamente porque cada uno de ellos representa a un colectivo y no es simplemente un sujeto hablante o vociferante. Todo lo contrario al crispado e hirsuto ambiente que se respira en el Congreso de Colombia.

La cortesía se enseña y se aprende. No es un instinto, entre otras razones porque, contrario a lo que se cree, se ha demostrado que el hombre no es un ser sociable. El hombre nace solo y muere solo. La sociabilidad debe imponérsele mediante normas, costumbres, leyes y ceremonias de repetición. La contención, el sentido del límite y la actitud amable y cordial no caracterizan la condición humana per se, la cual, por naturaleza, es agresiva, tiende a desbordarse y no le es fácil contenerse.

La legitimidad no se construye a punta de gritos y de insultos. Y mucho menos con violencia, así sea sólo verbal. Y mucho menos con los meandros del discurso político y sus adornos sinuosos. La legitimidad se gana con los actos y argumentación consecuente, y con la consistencia entre el actuar y el decir que además se potencia cuando se le introduce el ingrediente de la cortesía.

Colombia se caracteriza por unas relaciones humanas en la vida cotidiana rabiosas, alimentadas de desconfianza y resentimiento donde asoma sin disimulo el ánimo vengativo y retaliatorio. Por esto es una ingenuidad esperar que de nuestros liderazgos políticos reconocidos venga el ejemplo que inspira la acción solidaria y el respeto. Ese respeto al derecho ajeno que es la paz. De allí la nostalgia que a veces nos produce el recuerdo de otros días y otras vidas en el escenario de la política. Lejanos, muy lejanos de éste que nos abruma y deja tan mal sabor, sobre todo cuando se piensa en las nuevas generaciones.

 

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