La exasperante impotencia de los mansos

Ignacio Zuleta Ll.
05 de junio de 2019 - 05:00 a. m.

¡Estamos hastiados de la guerra y la violencia! Quisiéramos creer que en esta patria los mansos, los que creemos en los diálogos, en el perdón y en la concordia, somos muchos. ¿Qué padres quieren enterrar a un hijo asesinado en el combate? ¿Qué mujer quiere su integridad vulnerada por los horrores de la guerra? ¿Qué ciudadana o ciudadano en sano juicio soporta ver más hermanos desplazados, amputados, empobrecidos, maltratados? ¿Qué vecino no desea poder reconciliarse con su prójimo y dejarles a los hijos un legado de vida sosegada en lugar de las venganzas pendientes de este odio interminable?

Pero no. Seguimos en esta pesadilla del eterno retorno de la sangre. Los azuzadores dirigen los destinos del Estado con miras a perpetuar el negocio de las armas o el negocio enquistado de la tenencia de la tierra —en Colombia el 80% de la tierra lo posee el 1% de la población— y el disparatado sistema extractivista, contra natura, que ha deshilachado lo poco que quedaba del tejido social y natural hasta llegar al punto en el que la reconstrucción de una sociedad más homogénea y pacífica o de un entorno habitable se ha tornado de una complejidad inmanejable. ¡Qué cansancio! ¡Qué tristeza!

Los viles descartan de sus conciencias a los mansos con rótulos de “enemigos del progreso” y, por ende, de la patria, o con las etiquetas políticas de “mamertos” o “terroristas”, y nos declaran la guerra desde sus altas y muy viciadas cúpulas. Por fortuna no estamos ni mucho menos solos. Hay voces poderosas, sensatas, nuevas o antiguas que, analizando la situación de la nación —con el dolor normal de ver esta barbarie y desde una realidad tangible muy lejana a los papelitos de oficina del país paralelo—, unen sus clamores.

Y son voces de peso. Aparte de la creciente opinión internacional, y por poner un ejemplo de los últimos días, recordemos la carta que académicos nacionales y del mundo, aterrizados y bien intencionados, le escribieron al señor Duque y con cuya respuesta, hasta el momento de escribir esta columna, se ha hecho el gringo. De la carta de los académicos, una síntesis lúcida y desde luego penosa de leer, pueden hacerse apartes como el que dice: “Observamos que, desde los lugares de poder gubernamental y los medios de comunicación, se incita a una escalada de odio y violencia que rompe la poca paz alcanzada, pero aún más, como señala Daniel Pécaut (2001), se declara una guerra contra la sociedad”. Hay que leerla, porque concluye que la política extractivista como eje del desarrollo ha sido la impulsora de la rapiña de las tierras y la madre de los asesinatos de líderes y lideresas sociales que defienden los derechos humanos o el medio ambiente (en emergencia global inatendida). Y está el comunicado de la Arquidiócesis de Cali, cuya primera frase es contundente y las que siguen llevan el acre sabor de la verdad: “Cuando mentes y fuerzas perversas declaran la muerte selectiva y sistemática a excombatientes de la subversión o personas con liderazgo por derechos y paz en los territorios, una nación digna e indignada tendrá que ponerse en pie para algo más que desfilar, resignada y calladamente, hacia los cementerios”. 

Sí, porque una cosa es ser manso y otra menso. Desde luego que hay que pronunciarse; quedarse callado es cohonestar con las atrocidades pues cuánta razón tiene el poema de Miguel Hernández:

Tristes guerras

Tristes guerras

si no es amor la empresa.

Tristes, tristes.

Tristes armas

si no son las palabras.

Tristes, tristes.

Tristes hombres

si no mueren de amores.

Tristes, tristes.

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