La historia universal comienza siempre en algún punto perdido de la Tierra, como puede ser, por ejemplo, un pueblo por donde hace centenares de años pasaron los camellos cargados de seda procedente de aldeas situadas en lo más remoto del mundo; o en algún lugar sin coordenadas que ni figura en los mapas, pero en el que habitan seres de carne y hueso (a veces más carne, a veces más hueso) que puede que nunca hayan visto representado a Shakespeare, aunque estén atravesados por tragedias y comedias existenciales.
Las historias locales son el germen de las universales. Y, en felices ocasiones, varias de ellas, por decir algo la vida de unos hermanos y su relación frente al padre, como pasa en Dostoievski, o una familia, con primos y tíos incluidos, que con sus peripecias alcanza a dibujar los desastres de la segunda guerra, se transmutan en conocimiento universal. Sucede, por ejemplificar, con la escritora Natalia Ginzburg, cuyo territorio literario afianza sus raíces en la familia, y con esta podemos imaginarnos las desventuras y flagelos que, digamos en regiones de Italia, sufrió la gente durante el fascismo y la segunda conflagración mundial.
Tal vez en los tiempos de la globalización capitalista, aupada por el mercado y su ejercicio despótico, las culturas locales sean atropelladas, hasta llegar al límite de la invisibilización. O del desprecio. Qué sabemos, por decir algo, de los bailes de Nueva Guinea, o de lo que les sucede a los Vadoma, una tribu del norte de Zimbabue, a cuyos miembros en su mayoría les faltan tres dedos en cada pie. Más bien, se globalizan la estupidez y las maneras de la dominación de una cultura sobre muchas otras.
¿Qué sabemos sobre “el terrible redentor don Jerónimo Rubio, más conocido con el apodo de Mano Negra”, que no dejaba pasar semana sin ahorcar a alguien en algún pueblito mexicano o de los negros que menciona Hemingway en La vida corta y feliz de Francis Macomber que hablaban en wakamba? Puede que nada y quizá a nadie le importe, se dirá. De la rebelión cristera mexicana tal vez conozcamos más por novelas como El poder y la gloria, de Graham Greene, que por otros canales.
La historia local tiene su cuento. Y es clave, sobre todo en estos tiempos de angustias populares y despropósitos del poder, para la preservación de la memoria histórica, la misma que tantas veces se ha querido soslayar o, en casos más graves, ignorar y enterrar, para que solo predominen las versiones oficiales. Sobre un pueblecito como San José de Gracia, en Michoacán, México, llegamos a saber de sus problemas “que nunca se extienden más allá del horizonte”, por el libro Pueblo en vilo, de Luis González. Con esas historias, se puede aproximar a la interpretación de las complejidades de un país, en este caso México.
El poder de lo local no es solo materia prima para la literatura y la historia, que ya es bastante, sino para la cohesión cultural de los pueblos. Son maneras de combatir el olvido y, como lo sugería Saramago, la indiferencia. Pasa que, desde la ventana, a veces es posible mirar todo el universo. Y si no, que lo digan Emily Dickinson o Kafka, como lo advierte este último en uno de sus aforismos: “No es necesario que salgas de la casa. Quédate a tu mesa y escucha. Ni siquiera escuches, sólo espera. Ni siquiera esperes, quédate en absoluto silencio y soledad. El mundo se te ofrecerá para que lo desenmascares, no puede evitarlo; arrobado, se retorcerá ante ti”.
En un país como Colombia, de tantas regiones como culturas, es imprescindible, para que no se tenga solo la visión hegemónica, la misma que desde construcciones palaciegas quieren imponer como verdad única, como lo quiso algún expresidente de perpetrar su embrujo dictatorial con la implantación a toda costa del “pensamiento único”, la protección y promoción de las historias locales. Es una posibilidad infinita para el reconocimiento de tantas situaciones invisibilizadas, que pueden muy bien parecerse a los relatos maravillosos del realismo mágico tropical o a las narraciones miliunanochescas orientales.
En cada pueblo y aldea del país debería existir un centro de historia, una organización, independiente de la oficialidad, que se encargue de la investigación y rescate de la memoria; que dé cuenta de los pequeños relatos sobre la educación, los rituales, el poder que en tantas partes es el ejercicio de gamonales y otros caciques, las fiestas, las creencias, en fin. Es una reivindicación de la microhistoria, la que refiere imaginarios, la que rescata símbolos, la que es ingrediente sine qua non para la construcción de identidad y sentido de pertenencia a un territorio.
Es una manera bella y necesaria de introducir en tiempos de globalizaciones neocolonialistas la historia universal de la aldea, con sus vidas, con sus muertes, con algo así como “dadme un pueblo y te contaré el mundo”.