EN MEDIO DEL MAREMAGNO DE NOticias de esta semana, la discusión sobre los proyectos presentados ante el Congreso por el Gobierno y por el senador Cristo sobre víctimas del conflicto armado puede desaparecer de un primer plano. Sin embargo, ambos proyectos ameritan una amplia discusión pública.
En primer lugar, bienvenidas estas iniciativas que buscan otorgar coherencia y un sentido de mediano plazo a una cantidad de políticas dispersas orientadas a reparar a las víctimas. Pero también es necesario señalar los profundos disensos suscitados por la iniciativa del Gobierno. Congruente con la concepción de que en Colombia no vivimos una guerra sino una confrontación entre unas instituciones democráticas y unos actores ilegales amenazantes, la administración Uribe propone que el Estado impulse una “reparación con fundamento en la solidaridad y no en la responsabilidad del Estado”.
En esta medida, la reparación no se concibe como una obligación del Estado ante unos ciudadanos que vieron violados sus derechos, sino como un acto que corresponde asumir a los victimarios. El Estado, desde esta concepción, se retrae de las dinámicas del conflicto y queda como un espectador neutral que debe velar hoy para que los actores reales del conflicto —los actores armados ilegales— asuman la reparación y respondan por los desafueros cometidos durante la confrontación.
Estos principios orientadores del proyecto presentado por el Gobierno son muy problemáticos, sobre todo si se quiere que la salida al conflicto sea una profundización de la democracia colombiana y no más bien una involución hacia arreglos autoritarios. En parte, la violación de los derechos humanos ha alimentado el conflicto colombiano porque ha contribuido a radicalizar la protesta de sectores organizados populares que, confrontados a la conducta amenazante u omisiva de funcionarios del Estado, han optado por las armas.
Reconocer la participación de funcionarios del Estado en el conflicto no significa que se justifique la opción por las armas de algunas dirigencias políticas de izquierda. Se puede perfectamente pensar que esta elección fue una grave equivocación histórica y a la vez suscribir la tesis de que también fue desacertada la indulgencia institucional frente a funcionarios del Estado que no actuaron en derecho. El hecho de aceptar que hubo y hay funcionarios implicados en la violación de los DD.HH. en Colombia tampoco lleva a pensar que todos y cada uno de los funcionarios del Estado son violadores consagrados de nuestros derechos. Se puede perfectamente reconocer el valor y la claridad ética de unos funcionarios que defienden y garantizan los DD.HH. y a la vez denunciar con vehemencia a aquellos que no se atienen a los principios consagrados en nuestra Constitución.
Para fortalecer las instituciones democráticas y derrotar éticamente a los actores ilegales es necesario empezar por reconocer la existencia de ‘manzanas podridas’. Negar la conducta irregular de funcionarios de Estado sólo manda la señal de que ellos cuentan con la complicidad del alto gobierno. Lamentablemente en este conflicto algunos funcionarios no han sido ni neutrales ni activos garantes de los derechos, sino que han estado implicados en la comisión de masacres, torturas y desapariciones, como aconteció en Trujillo. Hoy los colombianos estamos ante la oportunidad histórica de que nuestro Estado reconozca los desafueros cometidos por algunos de sus agentes para que, a partir de su castigo, los funcionarios probos logren el reconocimiento que sin duda se merecen.
*Directora Departamento de Ciencia Política, Universidad de los Andes.