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La Iglesia y el dolor

Juan Gabriel Vásquez
25 de julio de 2014 - 04:17 a. m.

La iglesia católica, por boca de monseñor Juan Vicente Córdoba, se acaba de oponer al proyecto de ley que busca legalizar la marihuana con fines terapéuticos.

La noticia —que no es noticia: es decir, no tiene nada de novedoso— dice que “a juicio del clérigo, este alucinógeno tampoco es bueno con fines medicinales para poder aliviar los dolores de muchos enfermos”. Y añade monseñor Córdoba: “No podemos combatir a la droga con la misma droga”.

Como digo: nada de esto es nuevo. De nada serviría, por lo tanto, decirle a monseñor que su juicio como clérigo no tiene tanto crédito como el juicio de la ciencia. De nada serviría decirle que el proyecto de ley de Juan Manuel Galán no quiere que se combata la droga con la droga: quiere que se combata el dolor con la droga. De nada serviría decirle que justamente esto, combatir el dolor, ha sido una de las motivaciones principales de los mejores progresos que ha hecho la ciencia médica en la historia de la humanidad; y que esos progresos se han conseguido siempre en contra de lo que ha querido la Iglesia, no sólo por la vieja antipatía que la religión ha tenido hacia la ciencia, sino por razones más profundas que están y siempre han estado en la raíz del cristianismo. Cuando Galán dice que su proyecto de ley es humanitario, se refiere a eso: se trata de reducir el dolor de los enfermos (de cáncer, de sida). En una entrevista reciente, Galán cita el caso de un conocido cuyos últimos días de dolor y sufrimiento fueron menos graves gracias a unas gotas de cannabis; yo mismo asistí a los últimos días de la madre de una buena amiga, que sólo podía encontrar un poco de apetito (y paliar su sufrimiento físico) gracias a la marihuana legal que se podía conseguir en Barcelona.

Pero es ocioso invocar estos argumentos frente a las razones de la Iglesia católica. Para la Iglesia, el dolor ha sido siempre un curioso aliado: o bien como sinónimo de virtud o bien como expresión física de males espirituales. Pío V ordenaba a los médicos que contaran siempre con un “médico del alma”, pues “la enfermedad del cuerpo surge con frecuencia del pecado”. Me dirán ustedes: bueno, pero eso fue hace más de 300 años. Y yo recordaré entonces la carta apostólica Salvifici doloris, en la cual Juan Pablo II —que a muchos les sigue pareciendo el más moderno de los papas— decía sin rubor alguno que el sufrimiento es bueno porque hace posible la caridad: cuando alguien sufre, nos obliga a actos de amor; si el sufrimiento desapareciera, el acto de amor desaparecería y el mundo sería más pobre. Dice también que el sufrimiento es bueno porque nos recuerda que no somos dioses. De hecho, el sufrimiento es la manera que tiene Dios de recordarnos que somos débiles: “En Cristo, Dios ha confirmado su deseo de actuar especialmente a través del sufrimiento, el cual es debilidad humana”, escribe Juan Pablo I. En su carta, el sufrimiento es una vocación: “Toma parte a través de tu sufrimiento en esta obra de salvar el mundo”, nos exhorta el papa (o Cristo a través del papa).

A los congresistas les pediré, cuando consideren la propuesta de Juan Manuel Galán y la oposición de la Iglesia, que piensen en esto: en esta lógica retorcida e inhumana que hace del dolor algo deseable. Ya tendríamos que dejar esos días atrás.

 

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