La justicia y la guerra

Santiago Villa
20 de marzo de 2019 - 05:00 a. m.

Cuando estaba en bachillerato, hace más de un par de décadas, algunos estudiantes fuimos elegidos para participar en un ejercicio de ciencia política con otros colegios. Era el simulacro de un proceso de paz con las guerrillas. Algunos hacíamos la parte del Gobierno y otros hacían de líderes guerrilleros en la mesa de negociación.

Desde el inicio, quienes hacíamos parte del Gobierno acordamos que no cumpliríamos lo pactado, pero que seguiríamos con el juego de negociar y hacer concesiones hasta que los grupos guerrilleros entregaran las armas. Entonces los meteríamos presos. Fuimos los primeros en terminar el proceso y los únicos que usamos la estrategia de la traición. Los organizadores del evento nos reprendieron por emplear la deshonestidad, pero fuimos los únicos que logramos someter a los guerrilleros a la justicia ordinaria.

Aparentemente fue un ejercicio premonitorio. Algo parecido está sucediendo ahora. El Acuerdo de Paz con las Farc se está incumpliendo. Las instituciones acordadas para ejecutar la justicia transicional se han sacudido y su efectividad está en la cuerda floja.

(Paréntesis: acepto la crítica de que, por otra parte, la aprobación del proceso de paz también tuvo un componente de deshonestidad, pues se impuso no obstante haber sido derrotado en un plebiscito. Los cambios al Acuerdo fueron cosméticos y jamás se legitimaron mediante otro plebiscito. Pero en mi opinión, el imperativo moral de contradecir los resultados del plebiscito se imponía sobre el peligro de echar al traste las negociaciones).

¿Es legítimo que un Estado acuerde algo con grupos guerrilleros y luego cambie las reglas de juego una vez entregan las armas? La respuesta obvia es que no. Por eso mi grupo fue reprendido cuando traicionamos a los compañeros que habían confiado en que el acuerdo de paz se cumpliría.

Asumir que el proceso de paz no fue una política de Estado sino una política de gobierno es un peligroso antecedente para lograr la eventual desmovilización del Eln dentro de 10 o 15 años. Por no hablar de la honorabilidad de un Estado que en un gobierno pacta algo para que el siguiente lo desmonte.

¿Pero cuáles son los peligros inmediatos?

Colombia está en un momento de transición muy delicado. El vacío de poder que dejaron las Farc es copado por bandas y grupos delincuenciales que ya existían, como el Eln y el Clan del Golfo, y otros nuevos, creados por los mandos medios de las Farc, que no han encontrado incentivos suficientes para desmovilizarse.

Quebrar la columna vertebral del Acuerdo de Paz, que es la JEP, les abre las puertas a más excombatientes de las Farc para volver a las armas y reagruparse. Esto trae, en consecuencia, más violencia y más violaciones. El mayor peligro no es que el Secretariado de las Farc regrese al monte, sino que lo hagan en masa la tropa y los mandos medios.

El caballo de batalla moral del Gobierno actual para incumplir los acuerdos es un punto difícil de objetar: es necesario castigar los delitos sexuales contra menores con la justicia ordinaria, y no con la institución política encargada de juzgar los delitos de guerra.

La diferencia entre una y otra posición radica en si la JEP tiene jurisdicción sobre todos los delitos cometidos durante el conflicto, o sólo sobre los delitos cometidos como parte de operativos guerrilleros hechos con fines militares.

En teoría sería ideal que se pudieran castigar solo los operativos guerrilleros mediante la justicia transicional. Las voladuras de oleoductos, los ataques a poblaciones y los asesinatos selectivos, por ejemplo. Sin embargo, la institución de justicia transicional no debe reflejar comportamientos de una guerra limpia imaginada, sino los abusos y crímenes de la guerra sucia que efectivamente sucedió.

En muy pocos casos estará clara la línea entre lo que constituye un delito de guerra y un delito común que se normaliza por un ambiente de guerra. Las violaciones y abortos forzados a menores entrarían en este segundo ámbito. Era un delito común, espeluznantemente común, en el contexto de la guerra. No estoy de acuerdo con que era un arma de guerra, pero sí con que era un crimen que se veía protegido y normalizado por un ambiente de guerra.

La mejor manera de combatir ese delito es, entonces, ponerle fin a la guerra, porque sigue aconteciendo allí donde hay ejércitos irregulares y regulares; que el Estado llegue a las veredas donde se normalizó la violencia sexual a menores, para impedir que la dinámica continúe, y así construir las instituciones para combatir la violencia sexual. Para ello, es necesario que las Farc terminen su transición a la vida civil sin motivar la creación de más disidencias y un recrudecimiento de la guerra.

Es más fácil combatir la violencia sexual cuando el país tenga una reducción en los índices de violencia. Las herramientas para lograr esta reducción fueron las que se pactaron en el Acuerdo de La Habana.

Si para lograr esto hay algo parecido a impunidad para los delitos sexuales que confiesen los guerrilleros en la JEP, con un sabor amargo y con la claridad de que el objetivo de esto es la no repetición, tendrá que tolerarse un castigo leve, que supone una ofensa a nuestro sentido de la justicia.

Twitter: @santiagovillach

 

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