La laguna del Dorado

Mauricio García Villegas
07 de julio de 2018 - 02:00 a. m.

Hace poco visité la laguna de Guatavita, ubicada a 3.000 metros de altura sobre la cordillera Oriental y a sólo 70 kilómetros de Bogotá. Como se sabe, éste era lugar sagrado del pueblo Muisca, en donde se llevaba a cabo un ceremonia fastuosa que dio lugar a la leyenda de El Dorado. Según esa leyenda, el cacique, con su cuerpo impregnado de oro, se internaba en una balsa hasta el centro de la laguna para luego bañarse en ella mientras sus súbditos lanzaban objetos preciosos al agua. Buena parte del espíritu de La Conquista española (esa empresa extraordinaria embelesada con el oro y adornada con la fe) estuvo impulsada por las elaboraciones fantasiosas de esta ceremonia en las mentes alucinadas de los soldados del imperio.

Siempre es una experiencia fascinante ir a los sitios que han desatado la imaginación de los antepasados y cambiado el curso de la historia. Cuando vi la laguna por primera vez me impresionó lo pequeña que era o, mejor dicho, lo pequeña que había quedado después de haber sido, hasta finales del siglo XIX, vaciada en más de la mitad de su contenido por buscadores de oro, ingleses y alemanes entre otros, que le abrieron un boquete a la montaña para drenar el agua y sacar las piezas de oro que reposaban en el fondo de la laguna. Pero el fracaso de casi todas estas empresas aplacó la codicia de los cazafortunas y el lugar quedó reducido al abandono, en una especie de castigo impartido por los hombres a una naturaleza que nunca entregó el tesoro. Era tal el deterioro del lugar que a principios del siglo XXI el parque fue cerrado al público para intentar su recuperación. Hoy ha renacido buena parte de su esplendor, con los frailejones, las bromelias, los líquenes, las árnicas y los musgos multicolores.

Digo todo esto, no para relatar mis experiencias de viaje, sino porque creo que esta laguna es una buena metáfora de la manera como los colombianos nos relacionamos con la naturaleza y con la historia. Me explico. Este sitio es uno de los más bellos de la cordillera Oriental. No sólo por el agua recogida, como en un puñado de la montaña, sino por el páramo. Los colombianos no apreciamos la maravilla que es este ecosistema: un trópico frío y colorido en donde los árboles centenarios no superan los dos metros de altura, con sus troncos retorcidos y sus hojas diminutas, rodeados por un jardín natural de una belleza exuberante, parecida a la de los corales del caribe, 3.500 metros más abajo. Colombia tiene el páramo más grande del mundo, esparcido en una extensión de tan solo el 2% de su territorio. Pero buena parte de este paraíso tropical está estropeado por los cultivos de papa, por la ganadería o, peor aún, por la minería. El parque forestal en donde está la laguna de Guatavita sólo tiene una extensión de 63 hectáreas, menos que la mayoría de las fincas paperas que lo rodean. ¿Cómo es posible, me preguntaron algunos extranjeros que encontré en el sitio, que semejante belleza no sea un parque estatal de decenas de miles de hectáreas?

En cuanto a la historia, es increíble que un sitio natural con semejante importancia haya sido abandonado durante siglos y todavía esté en proceso de recuperación. Al desprecio por la naturaleza (por el páramo) los colombianos sumamos el menosprecio por nuestro pasado y por los orígenes de nuestra sociedad. Parafraseando un dicho muy citado (a veces mal citado) de Jorge de Santayana, digamos que los pueblos que desconocen la historia de su atraso social y cultural, están condenados a repetir esa historia.

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