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La literatura es una oración por los muertos

Arturo Charria
24 de septiembre de 2020 - 03:00 a. m.

En Belén de Chamí los muertos andan por ahí: caminan junto a los vivos y sienten culpa de morirse, aunque no hayan hecho nada para merecerlo. Por eso, en las primeras páginas de Río Muerto, el narrador deja claro que “no es lo mismo morir que ser asesinado”.

A diferencia de otros relatos sobre la guerra en Colombia, esta novela no se centra en el hecho violento, sino en lo que este deja o, mejor aún, en aquello que no se va y que sigue presente en la vida de los otros. Así ocurre con Salomón, el mudo del pueblo que hacía trasteos: lo matan y su presencia queda en tránsito constante, buscando voces prestadas para poder hablar con su esposa y sus hijos.

La historia se la cuentan a Ricardo Silva a comienzos de 2017 y él nos la pasa a nosotros tal como la escuchó. Sin embargo, lo que estremece no es la profundidad del relato, el duelo inconcluso de la esposa y los hijos, la rabia y el dolor ante el silencio cómplice de los habitantes del pueblo, sino la certeza de que, 30 años después, esos acontecimientos hoy siguen ocurriendo. Se trata de muertes que nos llegan en tiempo real y que resultan imposibles de asimilar por la simultaneidad con que se ejecutan. A veces solo pasan algunas horas entre una masacre y otra, y entonces uno siente que el tiempo en Colombia es una pulsión que se mide en suspiros por segundo.

En Río Muerto acompañamos el peregrinaje de Salomón Palacios, el mudo que se volvía un “ruidito inaudible, desesperado por la conciencia de memoria” y vemos la desolación de Hipólita, su esposa, que “vivió porque no tuvo una mejor idea”. A Salomón lo entierran a escondidas, en medio de la noche y de la lluvia, una mata fue su lápida y así, como a muchos muertos en Colombia, no solo le quitaron la vida, sino la posibilidad de tener un tránsito al otro mundo. El castigo por romper el orden de los grupos armados en Belén del Chamí era la muerte y la negación del duelo.

Igual que ocurre actualmente con las masacres que se superponen sin nombre en Colombia, al asesinato de Salomón Palacios se suma el de Severo Caicedo, el enterrador del pueblo. A él lo matan por el mismo motivo que a Salomón: por romper el orden armado, ese que establece a quién se le puede hacer un trasteo, quién tiene derecho a ser enterrado o, como en el caso de los jóvenes asesinados hace algunas semanas en Samaniego, cuándo es permitido reunirse y celebrar.

Salomón, que tuvo un mal morir y no pudo pasar al otro mundo, se queda en el aire como un murmullo que no se apaga. Él, que no tuvo voz en vida, la encuentra en las palabras de Ricardo Silva. A diferencia de tantos muertos que deambulan por el aire en Colombia, su historia pudo ser contada. Me gusta pensar que la lectura de su nombre, repetido miles de veces, es una plegaria que le otorga el duelo que le fue negado.

@arturocharria

 

Atenas(06773)24 de septiembre de 2020 - 04:31 p. m.
Uy, Uy, Charria, y muertes violentas de retorcidos criminales las ha habido desde la Colonia misma y se ceban en humilde gente del campo, en labriegos q' han sido pasto de la guerrilla y de su némesis, los paracos. Y hoy con mayor riesgo desde el indigno acuerdo q' los postró más en el abandono y con el combustible del narcotráfico. Mientras Silva le silva a vientos contrarios
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