La mentirosa guerra de Iván

Sergio Ocampo Madrid
09 de septiembre de 2019 - 05:00 a. m.

A este punto llegamos con el proceso de paz, y aunque no es el acabose porque la mayoría de la cúpula guerrillera y de los combatientes rasos siguen ahí, a la expectativa de que se les cumpla, de que no haya que volver a las armas, la paz sufrió su peor revés desde cuando ganó el no. Grave o no tan grave, no importa; los enemigos solo necesitan de algo pequeño para agigantarlo, para llenarlo de ecos, de miedos, y por supuesto, de esos abominables “se los advertí”.

Punto importante para la ultraderecha, para los que siempre le apostaron al fracaso, por cálculos políticos, ya que solo saben predominar bajo un statu quo conflictivo, por intereses personales de no regresar tierras fruto de un despojo continuado en el río revuelto de la guerra, por simple odio propio o contagiado, por sed de revancha, por indolencia de las mayorías, pues casi siempre los muertos en los enfrentamientos murieron lejos, muy lejos, y casi todos eran pueblo pueblo. Un trofeo para Álvaro Uribe en esa larga estantería de galardones, copas, placas, que lleva 17 años sumando en su objetivo de reducir este país a su pequeñez para dominarlo, para imponer su estado de opinión y reinar por siempre, él mismo o por interpuesta persona.

Sin embargo, aquí la primera culpa, o el mérito (según el ángulo desde donde se mire) por este revés no lo tiene Uribe. Lo tienen Iván Márquez, Santrich, Velásquez (El Paisa), y los otros forajidos que desde hace dos años comenzaron a fallarle a la paz y ahora, faltando dos meses para elecciones, relanzaron su movimiento subversivo. Es otra vez una reedición de un juego perverso y circular entre guerrilla y ultraderecha que no logramos romper, a pesar de la evidencia rampante de que el uno sin el otro se queda sin oxígeno y tiende a desaparecer.

Me explico: si hubiera que escoger en concreto, sin abstracciones ni derivaciones (y dejando a un lado el narcotráfico, que es omnipresente y transversal), lo más monstruoso que parimos como nación en un siglo fue la guerrilla, particularmente las Farc. Sin desconocer que su origen fue una consecuencia lógica de un régimen ilógico, clasista, excluyente, saqueador, la subversión cometió el error garrafal de persistir demasiado tiempo en la guerra, la criminalizó hasta los extremos, se convenció ilusa e irresponsablemente de que era un paraestado que podía cobrar impuestos y dictar normas, se llenó de rencor y de falsas expectativas, y sobre todo antepuso la fuerza como único argumento para imponerse. El terror puro y duro como ordenador de una sociedad.

No supieron parar, replantear, cuando colapsó el mundo comunista; cuando surgió el aterrador paramilitarismo y sumió a Colombia en una espiral de violencia fuera de toda proporción, o cuando Uribe se elevó como el personaje para sacar adelante el proyecto político de los paramilitares. Alargaron demasiado el proceso en La Habana hasta hacerlo montar sobre unas nuevas elecciones presidenciales, y con ese campanazo del candidato uribista ganando en primera vuelta. Cuatro años después, el candidato uribista ganó en ambas vueltas.

Pero además plantearon siempre una guerra cobarde, una de emboscadas, una de arrasar con manzanas enteras de pueblos a punta de pipetas de gas para acabar con cuatro policías mal armados en una estación mal protegida; una de extorsiones y secuestros a personajes que no podían defenderse. Era más fácil llevarse a Ingrid Betancur, inerme y frágil, que a alguno de estos políticos millonarios y corruptos rodeados de escoltas.

Lo peor entonces que le ocurrió a Colombia fue tener una guerrilla que se degradó muy pronto y cuya mayor consecuencia fue dejar en el poder, directo o indirecto, a lo segundo más monstruoso que parieron estas montañas: Álvaro Uribe. Allí se cerró este círculo fatal de acción y reacción que nos tiene sumidos en este sin salida. Y justo ahora, cuando la mayoría de la dirigencia guerrillera cobró la lucidez de romper ese círculo, pedir perdón por las equivocaciones y replantear su justa participación en la sociedad, salen estos tres forajidos a recomenzar la guerra.

El discurso de Márquez de hace diez días es una aceptación cínica de todos esos garrafales errores, y una nueva muestra de la incapacidad para leer este país. En ese discurso infectado de poesía barata (“Desde el Inírida que acaricia con la ternura de sus aguas frescas la selva amazónica…, sitiados por la fragancia del Vaupés que es piña madura, anunciamos que…”) hay varios absurdos, contradicciones y mentiras rampantes.

“El Estado conocerá una nueva modalidad operativa” dijo para luego explicar que la nueva guerra será solo defensiva, no ofensiva. Nos defendemos si nos atacan, parece ser el mensaje más de unos delincuentes ante la eventualidad de que los atrapen que una declaratoria de guerra.

No vamos a pelear con policías ni con militares, solo contra la oligarquía explotadora, afirmó también. ¿Y entonces, los cincuenta años de guerra anteriores contra quién luchaban? Un planteamiento, si no ingenuo, muy mentiroso porque desconoce que esa oligarquía no acostumbra empuñar las armas por sí misma sino que dispone legalmente de la Policía y el Ejército para protegerse y, por años, contó ilegalmente con los paramilitares.

No va a haber secuestros ni extorsiones. Aceptan entonces que fue un error hacer lo uno y lo otro. “Priorizaremos el diálogo con empresarios, ganaderos y comerciantes y la gente pudiente para buscar por esa vía su contribución al progreso de las comunidades”. Jejejej. Inocente eso de pedir plata por las buenas a unas gentes que ni siquiera la entregan a las malas a la Dian, y que además fueron los patrocinadores del paramilitarismo.

“La única ‘encuestación’ para financiar la rebelión será a las economías ilegales y las multinacionales”. ¿Sin la fuerza de antes, van a seguir cobrando gramaje a un narcotráfico que ya lleva tres años sin pagarles? o ¿van a ‘boletear’ al narcotráfico? Quiero verlos en eso; quiero verlos como insurgencia sin atacar a la Policía ni al Ejército y metidos en una guerra contra los narcos.

Quisiera creer que, en el fondo, esta disidencia significa una depuración del proceso de paz, porque la Farc, como partido político, respondió de modo contundente y sensato, sin esguinces, sin justificar a los renegados por los incumplimientos del Gobierno o la guerra sucia del uribismo. Porque la convocatoria a una nueva lucha no tiene ningún rescoldo de épica, de romanticismo rebelde, y sí más bien un prosaico tufillo de delincuencia común; se van de nuevo a las armas porque los cogieron in fraganti en el narcotráfico, aun después de firmado el acuerdo.

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