La minga

Juan David Ochoa
30 de marzo de 2019 - 05:00 a. m.

En sus tiempos de candidato y aprendiz, Iván Duque obedeció todas las tácticas emocionales en una campaña que trabajó exclusivamente para engañar a comunidades vulnerables, rostros marginados y regiones excluidas. Una tradición de la derecha aprendida en su larga experiencia en el poder y entre grandes campañas de misericordia rentable. Por eso viajó a los rincones de la selva siempre desconocida y posó ante todas las cámaras vestido de indígena ancestral. Con la cara pintada y una corona de plumas prometió mientras bailaba entre sus ritos un gobierno para ellos: los eternos olvidados por el Estado ineficaz, los ultrajados por los gamonales inmortales, los escupidos por las promesas incumplidas. Una vez en el poder cumplió a cabalidad con la tradición de su falange: no puede hablar ahora con salvajes. Se niega a acudir mientras insistan en vías de hecho para presionarlo, pero tampoco lo hizo cuando le pidieron su presencia por vías pacíficas y diplomáticas mientras estaba fungiendo ya la oficialidad de un trono en que podía ser honesto por primera vez. Sabe muy bien que los terratenientes que lo eligieron y lo supervisan no devolverán las tierras que se robaron y no cederán ahora que recuperaron el poder sobre su nombre. Esas tribus anónimas podrán seguir esperando mientras otras tácticas de engaño tengan efecto en esa mesa de negociación con burócratas y ministros que siguen sin entender porque están allí, entre el pantano y el sudor y ese nombre extraño que empieza a resonar como una bomba social al borde del estruendo: la minga. Duque ha vuelto a aparecer usando un tono de emperador ridículo y ha enfatizado de nuevo su negativa a salir de su palacio. Su poquedad mental, agigantada por sus áulicos, solo puede interpretar de este problema una consecuencia del gobierno anterior; esa única respuesta y excusa para todo lo que los señala y juzga y hace responsables ahora, cuando la historia de ese manoseo social y mentiras incisivas de su tradición de élites sociópatas ha llegado al límite de la ofensa.

Durante su campaña se resistió a debatir sobre la tierra y sus miles de hectáreas de baldíos porque sabía de su inconveniencia. El centro fundamental de todos los conflictos ha estado siempre allí, en ese enorme capricho criminal de las élites por seguir acaparando territorios despojados desde la Colonia, cuando tomaron el estatus despojado por los reyes y pudieron continuar el genocidio y el despojo a su gusto. Las tribus indígenas dispersas en un país que los sigue marginando han insistido en la defensa de sus territorios legítimos, pero la legitimidad ha sido progresivamente usurpada por los concubinatos de la política y sus inversores: narcotraficantes y paramilitares y gamonales siempre anónimos, y guerrilleros que los usaron también entre sus fábulas criminales, y capataces ascendidos que los vieron desde siempre como seres inferiores entre este delirio monárquico de mestizos sin historia y sin sustento. La minga no cederá ante las presiones de un gobierno inexperto que cree derrotar una protesta social de siglos con la arrogancia del desconocimiento. Tendrá que negociar después, cuando otra vez sienta el peligro desbordado por su incompetencia. Y deberán buscar mejores métodos de disuasión ahora que nada soporta una burla más sobre esta larga historia de traiciones.

 

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