La muerte del corrector

Piedad Bonnett
29 de julio de 2018 - 05:05 a. m.

En las páginas culturales de este diario me topé en días pasados con esta perla: “Y han habido perdones”. No más voltear la página, me encontré con esta otra: “Lo más importante para evitar que el trauma de la separación de los niños y sus padres no escale y sea incurable es que en los centros de detención hallan personas capacitadas para…”. En otro diario un periodista escribió “a penas” y “en cabeza”, tal vez porque le pareció más lógico separar así esas palabras. Y en el pasado número de la revista Semana encontré, refiriéndose al general Montoya y la Operación Orión: “Se trató de una envestida urbana sin precedentes…”. Espanto. Si esos errores son cometidos por periodistas, que han pasado por universidades dizque para que les enseñen a escribir, ni qué decir de los demás mortales. Leer los comentarios de los lectores escandaliza por muchas razones: por el odio y la violencia que destilan; porque muchos malinterpretan el sentido de lo escrito, y acusan al periodista de decir lo contrario de lo que está diciendo; y porque están plagados de los más inconcebibles errores gramaticales y ortográficos. El diccionario es para ellos, seguramente, una pieza de museo.

Por supuesto, los que así maltratan el idioma no deben leer casi nada. O nada. Porque a escribir bien se aprende leyendo. Pero, ¿dónde están los correctores de pruebas? ¿O será que estos no existen? Pues todo parece indicar que cada vez menos. En sabroso artículo publicado en El Malpensante, el reputado agente literario Guillermo Schavelzon afirma que las figuras del editor y del corrector, tan definitivas a la hora de ofrecer un escrito al “desocupado lector”, como lo llamó Cervantes, están desapareciendo. La prueba es que, nos dice, en enero de este año Le Monde anunció que “los correctores franceses se están manifestando ante la disminución y precariedad laboral de su oficio”. Si por allá llueve por acá no escampa.

El artículo explica bien las razones. Sólo subrayaré dos. Sobre el empobrecimiento de la figura del editor —tantas veces mítica y definitiva en la obra de un escritor— dice Schavelzon: “Ese tipo de trabajo, tan intenso y personal, se perdió cuando hace unas décadas la gran industria editorial decidió emigrar del área de educación y cultura hacia la del ocio y entretenimiento (…) empujando a muchos editores a una intervención comercial en los textos”. Y sobre la corrección: “Se confía a programas digitales sin costo y con velocidad sin igual, cuyos resultados conocemos bien los lectores”. Otras cosas habría que añadir. Pero hay una definitiva: el nulo aprecio y respeto de muchos por el lenguaje —ese que nos permite hablar de Dios o confesar el amor— que alcanza incluso a nuestras “eminencias”: al patriótico doctor Uribe (y recordemos que no hay patria más grande que la lengua), que no pone ni una coma en sus trinos. A Petro, que las pone, pero mal. Y a la senadora Valencia —y no sólo a ella— que se permite escribir como una adolescente que chatea a toda mecha con una amiga: “Nos llega información de q la Corte Suprema están preparando detención de @Alvaro Uribe Vel…”. Muy informada, sí, pero muy descuidada. Todos ellos olvidan que, como dijo José Emilio Pacheco, “los límites del lenguaje son los límites del pensamiento”.

 

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