La nueva batalla de Boyacá

Eduardo Barajas Sandoval
06 de agosto de 2019 - 05:00 a. m.

No llevamos solamente 200 años de historia, ni sabemos cuántos nos faltan para conseguir los estándares de independencia y de república que serían deseables. 

Hace 200 años, en los campos de Boyacá, dos batallas fundamentales dieron inicio a una era de ensayo y error que todavía no culmina. Etapa precedida de 300 años de gestación de un país enorme y diverso, como pocos, que aloja comunidades que podrían ser naciones en sí mismas. Grupos humanos de índole y configuración cultural diferentes, cuyo común denominador ha sido el no haber podido poner a punto unos acuerdos esenciales que dejen satisfechos, más o menos, a todos los sectores sociales. Acuerdos que deberían permitir que cada quien viviera su vida dentro del marco de una organización institucional estable y vigorosa, respetada por todos. 

Si ya nos hubiéramos acabado de inventar un Estado y una sociedad verdaderamente democráticos, no seríamos, como infortunadamente hemos llegado a ser, modelo de desigualdad, desplazamiento y violencia cotidianos. Ni tendríamos una sociedad confundida, afectada por una dosis elevada de incredulidad en nuestras instituciones, con su capacidad de asombro agotada frente a la corrupción, con el desencanto vivo ante la ineptitud para legislar con buen criterio y con un sistema educativo hecho de remiendos, bajo la influencia impune de esquemas foráneos. 

Después de 200 años de aspaviento en aspaviento, y de transitar por conductos llenos de embudos, vibra un país cuyos valores presentan mutaciones aceleradas, difíciles de entender y mucho más todavía de aceptar. Cada día se profundizan cambios en la manera de hablar, con la atribución de significados inverosímiles a ciertos verbos, como regalar, y se vuelven normales conductas otrora inaceptables, como la de no renunciar, para no hablar de la indolencia ante el sufrimiento ajeno, que no tiene límites, ni la asonada permanente contra el liviano peso de la ley.

Los nombres de los lanceros colombo-venezolanos vencedores del Pantano de Vargas están escritos sobre una placa en el lugar del combate. Los de los héroes de Boyacá no aparecen por ninguna parte. Claro, país de héroes anónimos. De protagonistas de luchas invisibles, de gestas de individuos o de pequeñas comunidades que no se han detenido jamás y que superan la precariedad de una clase dirigente que, sin perjuicio de excepciones, todo lo que ha hecho es aprender a vivir del Estado y entrar y salir por esa puerta giratoria que hace del manejo del país una fiesta para unos y un drama para los demás. 

En medio de todo esto, y en lugar de avanzar en una lista interminable de infortunios, vale la pena advertir que, por encima del lodazal de nuestra vida reciente, parece que comienza a aparecer, alta y fresca, la florescencia de un país mucho mejor. Un país de emprendedores, de ingeniosos del bien, de descubridores de nuestra naturaleza y de la riqueza de nuestra gente. De creyentes en nuestras posibilidades de ser felices sin el recurso a la depredación de la naturaleza y de los derechos de los demás. 

De ese país forman parte nuestros niños y nuestros deportistas. También muchos de nuestros empresarios y nuestros comerciantes, nuestros maestros y campesinos, y cientos de miles de transeúntes por la vida colombiana que se regocijan con el bien obrar, revestidos de optimismo y de una cierta confianza en el futuro. Inclusive servidores del Estado que hacen andar el aparato, a pesar de la cortedad, la inexperiencia, la improvisación y hasta la arrogancia de algunos de sus jefes. 

Esos colombianos llevan puesta la fuerza de nuevas creencias. Además, llevan el refuerzo de haberse sabido sobreponer a una malevolencia que casi nos devora, y que en medio de nuestras guerras y la mala voluntad de muchos llegó a poner en peligro la construcción de una civilización de la que podamos ser más protagonistas que seguidores.

Sobre los pilares del ánimo de esa Colombia que se abre paso por encima de una infamia que a veces parecería capaz de desbordarnos, habrá que dar una nueva batalla de Boyacá. En busca, otra vez, de la independencia y de una sociedad sin ese marginamiento consentido por todos que mancha nuestras credenciales democráticas y que está en la base de muchos de nuestros males. 

Para ello ha de servir una educación que no se ufane de ser copia de otros, que se ocupe en cambio de interpretar nuestra propia historia y de pensarla hacia el futuro. También, una sensatez suprema a la hora de legislar y sobre todo de hacer cumplir la ley. Para lo cual es preciso abandonar un letargo que nos mantiene en el siglo XIX y olvidarse de esa maternidad aislada de una legislación que debería consultar serenamente y beneficiarse de las contribuciones de muchas disciplinas. 

Hay que superar el país de las obras interminables o deleznables, el de la falta de audacia, que no ha sido siquiera capaz de ordenar su territorio, en el que se llega primero de Bogotá a París que a Fundación. En el que se habla de choque de trenes o locomotoras del desarrollo, cuando los trenes son de hace un siglo y marchan como tortugas del pasado. 

Los protagonistas, y vencedores, de la nueva batalla de Boyacá van a ser otra vez unos cuántos por ahora anónimos, que impulsen este país hacia un mejor destino. Para ello deberán ser capaces de imponerse a la precariedad de políticas públicas que difícilmente se convierten en realidad, abolir prácticas abusivas de manejo económico que se volvieron parte del paisaje, elevar el nivel de una vida pública por ahora digna de Aristófanes, poner a andar una justicia hoy obligada a obrar dentro de reglas absurdas, suspender la depredación desvergonzada de la naturaleza y orientar al país en el laberinto de un mundo que requiere de intérpretes acertados.

Todo ello será posible si somos capaces de fortalecer el entendimiento y la solidaridad, sobre la base de unos principios que sirvan de punto de encuentro de toda la nación. Y si logramos moderar el ritmo rampante con el que cada quién circula por ahí, como si su bólido, su podílato o su patineta fueran únicos y estuvieran llamados a recorrer el mundo ignorando la existencia de los demás. 

Esos colombianos, trabajadores, ingeniosos, realistas, demócratas, optimistas y bien intencionados, ya comienzan a asomar. La cuestión es si estamos lejos o cerca de aquel soñado momento en el que nuestro liderazgo, tanto en lo público como en lo privado, corresponda las exigencias de la Colombia que ellos van a proponer, o si está dispuesto a cederles el paso. 

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