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A veces uno se pregunta qué le faltó a Rafael Pombo por poetizar, por fabular… Hace unos días, en estos tiempos de pandémicos pánicos, me encontré en los archivos digitales de la Biblioteca Nacional de Colombia un poema de su autoría escrito en San José de Costa Rica, el 28 de mayo de 1856. El soneto se llama Un día de cólera y es una representación del cólera como un “tremendo” y “privilegiado talador del mundo” que “Va, sin cesar, segundo por segundo / Víctimas sobre víctimas haciendo”. Pombo lo compara con un ferrocarril siniestro que embarca sin ninguna contemplación en sus vagones de muerte a todo aquel que se atreva a despedirse de los que están a punto de morir: “Y el que le dice adiós al moribundo / ¡Ay! Por el mismo tren suele ir partiendo”.
El poeta había viajado a Costa Rica como secretario del ministro plenipotenciario, el general Pedro Alcántara Herrán, con la misión de resolver un conflicto de límites terrestres de Colombia con aquel país —recuerden, para entonces todavía Panamá era parte de Colombia—. En ese momento Costa Rica no sólo luchaba contra los intereses expansionistas de los Estados Unidos, representados en la avanzada de un batallón de filibusteros al mando de William Walter, sino que trataba de hacerle frente a una epidemia de cólera. Las detonaciones, producto de los enfrentamientos bélicos, se confundían con los cañonazos que ocasionalmente se lanzaban al aire para purificarlo con la pólvora —como sugerían algunas de las medidas sanitarias de entonces— y derrotar a un enemigo invisible. El general Herrán, quien una vez se resolvieron de la mejor manera las diferencias fronterizas se ofreció a blandir su espada a favor de Costa Rica, terminó padeciendo la enfermedad. Mientras la fiebre y los calambres musculares azotaban su cuerpo y sufría de vómito y diarrea, Pombo escribía otro poema sobre el cólera. Se titula “El cólera y yo, y por alguna razón —quizá por el título— es más conocido y citado que el anterior. Aquí la enfermedad no es una máquina taladora ni una locomotora de muerte, sino alguien que toca a la puerta de la víctima que se resiste, para decirle que no se aferre a los sueños de la vida porque viene con el más profundo empeño de conducirlo “al sueño de los sueños”.
Los que han utilizado sus capacidades para investigar las epidemias y las pandemias saben que estas no atacan solo el cuerpo de los individuos, también afectan el cuerpo social; desnudan las fallas estructurales de los sistemas, ponen en escena intereses políticos, sociales, económicos, y un arsenal de subjetividades y creencias. La batalla no sólo es científica, también es moral y especulativa. Todo parece indicar que en aquellos tiempos los poetas, en medio de “lances apurados y graves”, emprendían sonetos subidos en la cresta de la ola. La tragedia venía con su estética. El coronavirus llega en el máximo esplendor de la saturación informativa mundial. Nos enfrentamos ya no a los cañonazos para combatir el cólera, sino a ráfagas constantes de mensajes de todo tipo, la mayoría producto de la charlatanería mediática que se regodea en el pánico. Por supuesto que hay que prestarle toda la atención —mucha, muchísima atención—, pero sabemos que hay enfermedades tan o más mortales que esa de las que nadie habla porque no tienen un departamento de agitación y propaganda tan eficiente.
Atentos, pero sin pánico, mientras esperamos al Pombo del COVID-19 —que quizá nunca llegue—, no se nos olvide que lavarse las manos compulsivamente como mecanismo de prevención es literal, no una metáfora.
