UNO DE LOS PRINCIPIOS BÁSICOS DEL liberalismo político es la separación de la moral y la política.
El Estado regula las interacciones entre distintos individuos autónomos cuyas percepciones de vida buena pueden divergir (razonablemente); no impone por tanto sobre ellos ninguna limitación diferente de la de no menoscabar los derechos de los demás al ejercer los propios. En Colombia el costo de la violación de este principio ha sido elevado. Laureano y sus discípulos, por ejemplo, defendían la idea de que la omnipotencia del método “de la mitad más uno” —como se referían con desprecio al principio de decisión por mayoría— tenía que ceder frente a la superioridad moral obvia de la religión y el partido correctos. Con razón preguntó un líder liberal de la época qué quedaba si se eliminaba el malhadado mecanismo de la mitad más uno.
Sin embargo, como todos los principios del liberalismo político, éste no es absoluto. La defensa de la relatividad de las opciones privadas está necesariamente acotada. No me refiero en este caso a la brillante crítica de Alasdair MacIntyre al atomismo ético (y a otras análogas), ni a problemas relacionados con la agregación de las preferencias sociales (a la Sen), sino a consideraciones a la vez más pedestres y más contundentes, referidas a los límites formales del relativismo liberal. Estos pueden desglosarse en tres proposiciones simples. La primera es que, si bien no se puede usar la moral como un instrumento para simplificar y uniformizar la política, no se puede tampoco blandir con igual legitimidad cualquier relativismo en la vida pública. En particular: las divergencias morales son asunto de debates entre pares; las violaciones auto-interesadas de la ley son asunto de la policía. La segunda es que para que los individuos tengan intereses bien formados (y por tanto sean autónomos), la ley debe ser creíblemente universalista. La intuición moral subyacente es, sencillamente, la igualdad formal entre individuos. Por tanto —y esto me lleva a la tercera proposición—, una de las peores maneras de deteriorar el liberalismo político es a través de la impunidad reiterada de figuras públicas. Cuando la sociedad observa numerosas veces el espectáculo de gentes que pueden violar la ley sin proporción ni medida y salirse con la suya, el presupuesto de la igualdad formal entre los individuos —sin el cual ningún liberalismo que merezca ese nombre puede existir y reproducirse— queda irreparablemente deteriorado. No puede existir una democracia liberal genuina en la que el gobernante puede torcer —o peor aún, reformar— la ley para garantizar su impunidad.
Si lo anterior es cierto, se coligen dos consecuencias importantes para las grandes decisiones que tiene que tomar el país en su futuro inmediato. La primera es que no se puede equiparar la defensa del relativismo con el indiferentismo moral. El liberalismo puede ser daltónico (no discrimina entre principios religiosos, morales o políticos de diferentes colores), pero no ciego (en particular, no debe tolerar violaciones auto-interesadas de la ley). Segundo, las reformas al Estado para garantizar la impunidad son un brutal atentado contra la democracia. Si el gobierno se llena de hampones o —en la versión soft— de pícaros, la tarea esencial, inmediata, es tratar de sacarlos de allí.