La precaria fuerza de “el que manda soy yo”

Eduardo Barajas Sandoval
25 de julio de 2017 - 02:00 a. m.

El ejercicio de la responsabilidad de gobernar tiene que ir mucho más allá de lo simbólico y lo formal. El gobierno espectáculo se ha vuelto arrolladoramente presente, ante sociedades inermes, condenadas a soportar la avalancha de propaganda de gobiernos que, por otra parte, no arreglan los problemas cotidianos de la gente. La distancia entre lo que cada gobierno dice que hace y lo que realmente resulta perceptible para el ciudadano de a pie produce un desencanto social que se trata de enmendar con nuevas dosis de propaganda y de gestos simbólicos que cierran un círculo de inutilidad. 

Cuando, después de muchas vueltas, ya nada vale para conseguir el apoyo o el respeto popular, los gobernantes a quienes la vida no les ha dado tiempo para construir una experiencia que les permita obrar con serenidad terminan arrinconados en el pequeño espacio de su propia incompetencia, por apelar a la sentencia mayor, que se deriva del poder y no de la prestancia de una autoridad auténtica: “aquí el que manda soy yo”. Llegados a ese punto, las relaciones con la ciudadanía quedan para siempre marcadas por el ritmo de decisiones sin alma que no pueden reemplazar ese “poder suave”, capaz de conquistar tantas cosas, que maneja con maestría uno que otro veterano para conducir el Estado sin que se noten los altibajos del camino. 

El nuevo presidente francés, a quienes muchos consideran un genio, que seguramente lo es, pues no en vano fue ministro de Economía de François Hollande, no ha ahorrado esfuerzo, desde la noche de su elección, por mantener alimentada, y entretenida a la opinión pública con el espectáculo de su actividad. Desde su avance en solitario hacia un podio en la explanada del Louvre para saludar luego de su explicable victoria frente a la señora Le Pen, hasta el desfile del 14 de julio, todo fue una marcha triunfal. Con apariciones, imágenes y declaraciones acertadas, marcó puntos notables dentro de la jerarquía mundial, como cuando, en un encuentro de película en el que apareció en dirección contraria a los demás líderes del mundo occidental, terminó por poner en cuarto lugar en el orden de sus respetos a Donald Trump, personaje exótico al que semanas más tarde sacó a bailar y le dio vueltas a voluntad, como invitado de honor en la fiesta nacional.  

Esa exitosa coreografía del ejercicio del poder va a tener que cambiar de ritmo, luego de un episodio que se convertirá en enseñanza inolvidable para un presidente que no ha tenido los años necesarios para recorrer todo lo que tuvieron que andar sus antecesores antes de llegar al palacio presidencial. El general Pierre de Villiers, jefe del Estado Mayor de las Fuerzas Armadas, esto es, el militar de mayor rango en Francia, que parecía el tío del presidente cuando desfilaron ambos, de pie, días antes, en un vehículo descubierto, renunció a su cargo y con ello puso fin a la racha de éxitos de comunicación política del jefe del Estado, que parecía diseñada para marcar claramente diferencias con las dos presidencias anteriores, exuberante la de Sarkozy y confusa la de Hollande, y para “restaurar” una imagen señorial, aunque sin el adorno de una sola cana, de la figura presidencial. 

El jefe del Estado Mayor se fue, pues al ser interrogado en una comisión senatorial sobre al cumplimiento de la promesa presidencial de fortalecer financieramente a las Fuerzas Armadas tuvo que confesar su inconformidad. Confesión que trajo consecuencias inesperadas en una reunión, tradicionalmente muy cordial, que suelen celebrar los militares con el presidente antes del desfile del día nacional. Allí, el jefe del Estado quiso zanjar en público, como no lo había hecho ningún presidente de la Quinta República, las diferencias sobre la perspectiva presupuestal que tenía en privado con De Villiers. Y al parecer lo habría hecho envalentonado, en una alocución que tendría por objeto subrayar su poder formal, tal vez desde la inseguridad de su condición de recién llegado, con la afirmación, ante los altos mandos, de que él, esto es, el presidente, es el jefe de todos. 

Ese gesto innecesario de ejercicio de poder, por parte de un presidente novato, que tuvo que recurrir al supremo argumento de recordarle a todo el mundo, en voz alta, que él es quien manda, en lugar de mandar serenamente para que esa sea una conclusión incontestable, ha puesto de presente que no basta con armar un espectáculo monumental de figuras publicitarias para tener autoridad. Desde diferentes sectores la actuación del presidente se ha considerado como una “humillación inútil” y una equivocación de dirección sin precedentes en la Francia contemporánea. Ha quedado claro que una cosa es tener el poder formal y otra contar con la autoridad para manejar los problemas conforme a los rituales de cada país, que en el caso francés se caracterizan por la sobriedad. Todo esto significa que, de aquí en adelante, nada será igual para un personaje impetuoso que, sin haber hecho el largo curso de los presidentes de otras épocas, léase Mitterrand o Chirac, encontró y aprovechó de manera brillante la oportunidad de conseguir el favor ciudadano y llegar al poder. 

Los ciudadanos, y en particular los que votaron por él, a sabiendas de sus condiciones de recién llegado, pueden comenzar a replantear su apoyo a quien eligieron, seducidos en su momento por las propuestas provenientes de una figura refrescante, y por el entusiasmo de un candidato en cuya voz todo sonaba en su momento fácil de realizar. Los gestos de comunicación del jefe del Estado serán vistos con otros ojos. Los hechos concretos pasarán a ser el referente del apoyo que pueda conseguir. No será ya la apelación al argumento de que las cosas están en sus manos por ser el ungido, sino la solidez de la lógica de sus reflexiones, y la consecuente acción, las que vendrán a ser fundamento del apoyo popular. Enseñanza universal en una época en la que, no solamente en Francia, la acción de gobernar se ha convertido en un espectáculo mediático que suele reemplazar en muchos casos a la realidad. 

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