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La vacuna y las políticas públicas de comunicación

Catalina Uribe Rincón
30 de mayo de 2020 - 05:00 a. m.

Todos los días encontramos una noticia diferente sobre la vacuna para el coronavirus. Primero empezaron los titulares optimistas, los que daban un respiro a la angustia que trajo la enfermedad: “Oxford ensaya vacuna del coronavirus”, “Posible vacuna para coronavirus desarrolló inmunidad en monos”, “Prueban con éxito vacuna en ratones”. En seguida aparecieron los artículos fatalistas: “Sólo unos pocos accederían a la vacuna”, “En menos de un año no se tendría lista la vacuna”, “Voluntario se desmayó y tuvo fiebre muy alta en el ensayo de la vacuna”. Muy pronto vendrán los regañones: “Los ensayos son diferentes de las vacunas”, “Hay que seguir vacunando a los niños contra otras enfermedades”, “Los peligros de los movimientos antivacuna”.

Pero cuando lleguen los tiempos de regaños valdrá la pena recordar que la culpa no será sólo de “la gente”. Las autoridades de salud pública deben saber que un nuevo titular no borra el anterior. Toda comunicación es un impulso con historia. La responsabilidad de los gobiernos nacionales, locales y de los medios de comunicación frente a la vacuna para prevenir el desarrollo del COVID-19 no se dará únicamente en el momento en que esta se apruebe y se deban presentar los protocolos de implementación. La comunicación para ese momento comienza hoy. Las vacunas han cargado históricamente con muchos estigmas y es de esperar, con ese bombardeo de comunicación global, que esos estigmas se alboroten.

Cuenta la historia que la vacuna de la viruela nació de la ubre de una vaca cuando a mediados del siglo XVIII un campesino británico tomó pus de las heridas de su animal y lo frotó en los brazos de su familia. Cuando el rumor de la cura se regó por el pueblo, muchos respondieron con más hostilidad que emoción. Al parecer, les repugnaba la idea de inyectarse material animal. Es más, por mucho tiempo se creyó que ese proceso convertiría a las personas en bestias. La técnica de inoculación, que no surgió en Inglaterra, sino que hacía ya parte del conocimiento del Mediano y Lejano Oriente, había sido acogida por viajeros occidentales, incluida la británica lady Montagu, que ni corta ni perezosa la puso en práctica. Pese a su éxito, la comunidad científica inglesa se burló de ella. Ochenta años más tarde, el científico Edward Jenner logró mejor recepción.

Toda esta historia, para decir que los procesos de descubrimiento y refinamiento del conocimiento científico son tortuosos no sólo en lo técnico. También lo son en términos de comunicación y persuasión. Muchos de nosotros llevamos un hipocondriaco dentro, lo que nos hace menos amnésicos con la salud que con todo lo demás. Esto hace que su comunicación sea costosísima de corregir, especialmente cuando tiene algún recordatorio visual, algún locutor famoso o que se adhiere a algún prejuicio previo. Hay muchos obstáculos y pocos atajos para comunicar el conocimiento científico. Es difícil decir: “sabemos esto, pero sólo más o menos y por ahora”. Si los oradores se quedan en lo primero, generan rechazo. Si se van a las contingencias generan confusión. La comunicación pública tiene su arte. No por hablar mucho, y diariamente, se habla mejor.

 

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