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La semana que pasó, líderes de las extintas Farc confesaron haber cometido varios crímenes de alto impacto en el curso de su guerra. La revelación misma me reafirma en mi vieja hostilidad hacia tal guerra, mi detestación de sus acciones inicuas.
Por ejemplo, el asesinato de Jesús Bejarano en pleno campus universitario fue una “infamia”, como dijera tan acertadamente el profesor Beethoven Herrera. Sería importante para mí, y me imagino que para muchos otros, saber por qué lo mataron. Creo que los líderes de la FARC, en singular, le deben pedir perdón a la Universidad Nacional de Colombia y a la universidad pública colombiana por este ataque repugnante.
Pero la revelación que más llamó la atención fue la del fusilamiento de Álvaro Gómez Hurtado. Como se sabe, la familia de la víctima ha declarado su malestar por la nueva versión, que contradice la que esta ha sostenido exaltadamente durante años. Cada quien maneja el duelo a su manera, pero este es un debate de interés público, que demanda de la FARC la presentación de las evidencias correspondientes, sobre todo si se tiene en cuenta que han circulado otras hipótesis verosímiles sobre la inmolación del líder conservador.
Esta revela adónde llevan los discursos que legitiman el asesinato de los contradictores. Gómez fue hijo de su tiempo, político notable y a la vez crítico implacable de nuestra vida pública (desde un lugar específico, pero eso ya es otro tema). Todo esto lo muestra el elogioso libro aún relativamente reciente sobre él escrito por Juan Esteban Constaín (Álvaro: su vida y su siglo). Esta obra es producto del afecto y la admiración: no sólo a una figura sino a una forma de estar en el mundo. Bellamente escrita, pero de pronto aquí no hay mérito particular: porque Constaín es biológicamente incapaz de escribir mal. Mi valoración de muchos de los hechos y figuras que aparecen en ese texto es muy, muy diferente a la del autor. Eso no me impidió disfrutar enormemente este libro, cuyo mensaje central es el triunfo de la curiosidad, la innovación, la capacidad de descubrimiento (que desembocó en la Constitución de 1991), sobre la violencia y la pulsión de avasallar, matar y vengarse.
Un mensaje que no entra ni de lejos en los cálculos del uribismo. Digo esto por tres razones. Primero, uno de los puntos focales de los debates acerca del Acuerdo de Paz fue que TODOS los implicados en crímenes de guerra dijeran su verdad. Esto es lo que el uribismo trató, con éxito, de bloquear. Segundo, la reacción de Duque ante las revelaciones de la FARC puso de presente su hostilidad primitiva y pequeña a todo lo que huela a paz. Porque una cosa es decir que se trata de un tema controversial, y otra, prejuzgar. ¿Cómo es eso de que se lincha al liderazgo de la guerrilla desmovilizada por no decir la verdad, pero cuando confiesa se encuentra aun otro motivo de linchamiento? La lógica es palo porque bogas, palo porque no bogas: encontrar pretextos para golpear a ese mismo liderazgo guerrillero que valientemente entregó las armas. Pero lo cierto es que sin paz simplemente no estaríamos debatiendo el tema. Duque sugiere que sin cárcel se puede decir cualquier cosa, lo que muestra cuál es su demanda real. Pero el punto de partida es falso. Y, además, ¿cuál es la alternativa? ¿La Fiscalía, cierto? Bien, acuda a ella para ver cuántas décadas más nos demoramos en saber qué pasó.
Tercero: la irresponsable estigmatización de cualquier movilización social por parte del caudillo y su cohorte. Uribe dice ahora que el objetivo de la minga indígena es “la toma socialista del Estado”. Una mentira descarada y desorbitada que perfectamente puede costar vidas. Palabras que son como balas.
Por esa vía vamos —todos, sin excepción— al infierno…
