Pazaporte

La vida nunca es gratis

Gloria Arias Nieto
16 de octubre de 2018 - 05:00 a. m.

Cómo perderlo todo no es una novela: es un pasaje de ida, sin vuelta ni cuenta, a los laberintos del tiempo, de las emociones y la memoria; una puerta a los milagros cotidianos que vamos tejiendo con la complicidad de la vida y la venia de la muerte.

Es un camino con túneles y abismos que conectan momentos de la historia, el fanatismo y los duelos de Colombia; la insensatez de los rencores, la soledad infinita que se siente cuando se está acompañado por fantasmas de carne y hueso.

En cada página hay olvidos sin resolver y rutinas que hunden y salvan, así como esos palitos que desde hace mil años usan en preescolar, que por una cara tienen el sol y por la otra la luna.

Cómo perderlo todo no es un libro fácil; es un libro necesario y apasionante. Su autor, Ricardo Silva Romero, nació el mismo año que mataron a Pasolini y murieron Rojas Pinilla, Franco y el fundador del Opus Dei; el 14 de agosto del mismo 1975 en el que García Márquez publicó El otoño del patriarca.

Cuarenta y tres años en los que creo que ni un solo día le ha pasado desapercibido; es la única forma de explicar cómo alguien puede describir con tanta precisión la niebla de la soledad, las ilusiones clandestinas y las trampas de la vida.

Siento que debió recorrer a pie y con el alma abierta cada esquina, cada rincón, cada vendedor de frutas y miserias, en las aulas y calles de Bogotá. De alguna manera hizo suyos los abandonos ajenos, las rupturas, los testimonios de una sociedad pendular entre la apatía y la convulsión, entre el marasmo y el delirio.

Sugiero abordar Cómo perderlo todo con los siete sentidos: leerlo solo con los ojos sería un desperdicio. Los lugares de la narración se huelen, se atraviesan; las pieles se tocan y las ausencias se sienten; la vergüenza entristece, el abandono da frío y la lujuria respira como si los amantes estuvieran en el cuarto de al lado.

Uno es el que va dentro del taxi, el que se antoja de fresas gigantes y se suicida con el ahorcado. Uno está ahí, y sufre y siente porque esa es —a mi modo de ver— la principal magia de Ricardo: transportarlo a uno a cada imagen del libro, a cada toma de esa película que es la vida misma, vuelta historia, vuelta ficción y realidad, en un complot de astros, silencios y el sudor exhausto del sexo o la decepción.

Encuentros y desencuentros de cónyuges y amantes. Hipocresía, miedo, rutina o codicia de los políticos, los militares, los recién casados; remordimientos y distancias sin resolver, en un país que votó no a la paz, que oye boleros hasta el amanecer y demasiadas veces le da por guardar sus muertos bajo el tapete.

Ricardo hace que uno sienta las heridas abiertas en el corazón de sus personajes y el frío de las sábanas en los amaneceres solitarios. Y de repente uno se encuentra a sí mismo de pie frente al espejo, buscándose las cicatrices, porque la vida nunca es gratis.

¿Será que no somos posibles? Tal vez todos quisiéramos caminar con alguien, pero ese alguien termina por irse o por devorarnos, y nos hundimos en el “bosque sin hojas” cada vez que pretende explicarnos que la esperanza es inútil.

Le auguro todo el éxito del mundo a este libro, que describe con maestría la textura de la derrota y los antagonismos de querer, al mismo tiempo, morir y regresar.

 

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