Ladran callados

No menos de 20 guardianes con su ejército de pulgas rodean el cuerpo desmayado de la señora que recogía perros en el centro bogotano.

No está claro si se quejan porque la policía, que la señora mantenía a raya a punta de orines, ingresó por la fuerza a su hospitalaria casa, o si lo hacen para que el fotógrafo que entró con la autoridad se vaya a disparar a otra parte.

De pronto más bien posan. De más de uno se puede decir que mira a la cámara de Carlos Caicedo, el enorme reportero gráfico que falleció recientemente a la edad de 85 años. En el cuadro capitalino de los perros y la mujer en el suelo (¿duerme? ¿Murió? ¿Se repondrá?) el coctel de colas sin pedigrí le da altura a lo que sea que está pasando en la escena. A varios los agarró el clic con la boca abierta, en plena cantaleta. Otros sólo están alertas, intrigados con la llegada de los intrusos. No hay indiferentes: es una foto política, partidista.

Lidera un perro blanco como el de La historia sin fin, que era un dragón. A su derecha un rechoncho bajito con cola en bucle y pecho blanco mantiene un ladrido que tuvo que durar el tiempo que tomó la inspección completa de la casa. De seguro y arrancó antes. Detrás de esta primera línea de siete, otros 15 circulan con altanería tras el cuerpo de su ama. Lo que para la ciudadanía era un problema de salud pública acá quedó registrado como una batalla en la que los perros ladran callados. Cualquiera lo puede oír en la foto.

Con Caicedo muere una forma de asumir el oficio. El fotoperiodismo que impulsó nada tiene que ver con las sofisticadas ironías que circulan en algunas fotografías contemporáneas. Hay un humor sutil, no una burla. Lo sofisticado de sus fotografías es la sencillez. Sin reverencias, pero tampoco irreverentes.