Las agonías de la fe

Julio César Londoño
18 de enero de 2020 - 05:00 a. m.

Los dos papas es una película sobre el pulso Ratzinger-Bergoglio entre 2005 y 2014, con flashbacks que cuentan la vida de Bergoglio durante la segunda mitad del siglo pasado: su infancia, un viejo y malogrado amor, el sacerdocio, el llamado del Señor, la Operación Cóndor (la alianza entre EE. UU. y las dictaduras militares latinoamericanas contra la ofensiva comunista en la región) y la polémica relación de Bergoglio con el general Videla.

El éxito de la película resulta curioso si consideramos que gira sobre una cosmología que está de salida, la religiosa; una institución decadente, la Iglesia católica, y un funcionario importantísimo cuyas funciones no son muy claras, el papa.

Entonces, ¿por qué el éxito de la película? Porque nos permite fisgonear en las entrañas del mito. Fernando Meirelles, el director, nos franquea la entrada al Vaticano, a los océanos de mármol y oro de sus fastuosas estancias, sus fachadas, cornisas y azoteas. Luego nos cuela en la Capilla Sixtina en el momento más secreto, en pleno cónclave, con sus rituales esotéricos, sus balotas, la aguja, el hilo rojo y el humo blanco, cuando un simple cardenal se transforma en una potencia semidivina. Y luego nos lleva a la mismísima mansión de verano de Castel Gandolfo para que metamos las narices en la intimidad del vicario de Pedro en la tierra.

Quizá pensando que un papa no es suficiente, Meirelles pone dos papas en escena y los engarza en una discusión muy tensa que mezcla honduras teológicas y asuntos mundanos: pedofilia, vanidades, intrigas, dinero, las finanzas non sanctas del Banco del Vaticano.

Todas las tomas son cortas. De segundos. También los parlamentos. La esgrima verbal del match Benedicto XVI versus Bergoglio en los jardines de Castel Gandolfo (el mejor momento de la película) se desarrolla sin discursos: los dos jerarcas se asestan solo ironías, versículos. Benedicto lo ataca con franqueza alemana y con la grosería propia de los superiores. El cardenal Bergoglio acusa los golpes y da explicaciones humildes hasta que se le sale el argentino y le asesta puñales perfumados a Su Santidad. Conoce su lugar y sabe obedecer, pero hay trazas de malevaje sureño en su sangre.

La cámara no deja de recordarnos que somos voyeurs privilegiados. Siempre subjetiva y protagónica, espía entre arbustos, muestra el primerísimo plano de los labios que confiesan cosas graves, o nos deja ver reflejos en la vidriera que le sirve de parapeto a su fisgoneo.

Como dos papas puede ser poco, Meirelles los espolea y los muestra en plena crisis: ambos quieren renunciar. Benedicto está enfermo, los libros del Vaticano tienen vacíos fiscales, las catedrales pocos fieles y los sacerdotes demasiadas aberraciones. Como si fuera poco, Dios no ha vuelto a hablarle. A Bergoglio lo persigue la vergüenza de la muchacha que dejó plantada un día, y el fantasma del general Videla, y la certidumbre de ser incapaz de defender una Iglesia cuya política desprecia.

Entonces sucede el milagro. El conservador Benedicto XVI es tocado por la Gracia, se ablanda, mueve los hilos del poder a favor del reformista Bergoglio, y Bergoglio es ungido como Francisco y asume la dirección de una institución conservadora y alcahueta.

En lo ético, es una película tramposa porque bordea todos los pecados de la Iglesia sin profundizar en ninguno. Los dos papas salen por la puerta grande y la Iglesia resulta apenas salpicada. El dogma vuelve a triunfar sobre el cambio y el humanismo. Pero su resolución estética es tan impecable que uno siente que estuvo cerca del cielo, oliendo la respiración del mito, cuando en realidad solo asistió a otra reunión de la junta directiva del Banco del Vaticano.

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