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Las canciones y las leyes

William Ospina
18 de mayo de 2008 - 12:16 a. m.

OIGO DECIR A VECES QUE ES MUY POco lo que pueden hacer las palabras frente al poder desmesurado de las armas, de los Estados, de las corporaciones. Que pueden muy poco los libros frente al poder abrumador de la televisión y que eso es más grave aún en países como el nuestro, donde se lee tan poco.

Yo creo en el poder de las palabras, en la capacidad de los libros para cambiar a los seres humanos, en la capacidad de la literatura para cambiar a la sociedad. Venero a alguien que dijo: “Si me fuera permitido hacer todas las canciones de una sociedad, no me importaría quién hace las leyes”. Creo en la influencia civilizadora que han obrado sobre la humanidad el Ramayana, la Odisea, la Biblia, el Corán, los diálogos de Platón, La Divina Comedia, el Quijote, Hamlet, El espíritu de las leyes, la Declaración de los Derechos del Hombre. Creo en el poder de los libros para hacernos más perceptivos, más reflexivos, incluso más sensibles.

Sé que esos esfuerzos no son nunca definitivos: siempre hay que volver a empezar. No porque los libros no hayan logrado una influencia profunda, sino porque de la humanidad se puede decir lo que decía Paul Valéry del mar, que “siempre recomienza”, y por ello tiene que aprender siempre de nuevo. No es esta una lucha en la que pueda obtenerse un triunfo definitivo, es una lucha que recomienza con cada generación. Otra vez tenemos que educar la sensibilidad, modelar la conducta, aprender a vivir y a convivir, ordenar el caos y construir la civilización.

Ello es, en cierto modo, alentador. No podría esperarse mucho de una humanidad que ya no tenga que luchar por sus valores, que no tenga que esforzarse por poner freno a sus instintos, por controlar sus demonios, por convertir la incertidumbre en filosofía, la emoción en belleza, la perplejidad en poesía. En ello está la explicación del fracaso de esos autoritarios que se proponen salvar al ser humano para siempre, ponerlo al amparo de la necesidad de escoger, del riesgo de caer en la tentación. A veces los maestros y los Estados piensan que nos harán virtuosos con sólo impedirnos la oportunidad de cometer errores. Pero sólo la libertad hace meritoria la virtud, no hay mérito en acertar cuando no era posible equivocarse, y los libros son uno de los grandes escenarios de la libertad humana.

También los demonios del individuo y de la sociedad recomienzan siempre, y vuelve a ser necesario un Moisés que nos ayude a definir lo que está bien y lo que está mal, un Cristo que nos enseñe a estar por encima de nuestros odios, un Poe que nos ayude a someter en relatos nuestros espantos, un Kafka que nos enseñe a transformar en fábulas nuestras pesadillas, un Verlaine que nos ayude a sublimar en música la turbulencia de nuestras pasiones. Nadie dirá jamás que fueron los


príncipes o los ejércitos los que nos ayudaron a ser mejores, y Voltaire tenía razón cuando dijo que casi todas las épocas se parecen por su atrocidad y sus pecados, por la intolerancia de sus príncipes, por las intrigas de sus cortesanos, por el fanatismo de sus predicadores y por la crueldad de sus ejércitos; que quien no quiera perder su confianza en lo humano tiene que valorar las épocas por las conquistas del espíritu creador, por su capacidad de crear belleza y armonía, de encontrar pensamientos y valores que ayuden a los pueblos a vivir y a florecer.

Esas cosas que escriben los literatos pueden ser fácilmente calificadas de irreales. Pero su diferencia con las cosas reales es que pueden durar un poco más. Don Quijote duró más que Felipe II, aunque nadie en su tiempo podía dudar de que Felipe II era palacios, tronos, flotas navales, nubes de cortesanos y hormigueros de ejércitos. Hamlet, ese pobre espectro lleno de dudas y hecho de palabras, ha durado más que el imperio británico y posiblemente tendrá aún influencia perdurable sobre la humanidad del futuro.

Dicen también que los libros compiten en desventaja frente a otros poderes modernos como la televisión. Yo, que aprecio inmensamente el cine por su valor artístico y por su capacidad de crear densas y complejas parábolas que enriquecen la vida, descreo en cambio de las virtudes pedagógicas de la televisión. Si la televisión enseñara algo, todos en esta época seríamos eruditos, ésta sería la edad más cultivada de la historia, porque incesantemente se nos prodiga información y conocimiento sobre todos los temas: historia, biología, ingeniería, urbanismo, filosofía, astrofísica. Pero la televisión se ve mucho y se olvida mucho. Basta preguntarse por qué las empresas tienen que repetir tantas veces sus comerciales. Hay marcas que se anuncian desde hace setenta años y bastaría que dejaran de anunciarse un mes para que sus ventas descendieran dramáticamente. Ello no deja de ser gratificante: la publicidad sería una pesadilla si tuviera efectos perdurables.

Creo que en un pulso entre los libros y la televisión, es ésta la que está en desventaja. Y la explicación es sencilla: leer es un acto creador, porque lo que leemos en gran medida lo aportamos nosotros mismos. Los autores nos dan la partitura, pero nosotros ponemos la música. Aportamos nuestra memoria, nuestra sensibilidad, nuestra imaginación: ante la televisión a veces sólo aportamos nuestros ojos. Y el ser humano sólo recuerda profundamente aquello de lo que ha participado, no lo que pretende asimilar pasivamente y sin esfuerzo.

Creo pues en el poder de los libros y del lenguaje para cambiar a las sociedades. En el poder que tuvo la vasta y riquísima literatura del siglo XVIII para cambiar a Francia y con ella al mundo occidental, para hacer nacer un nuevo deseo de libertad, para formular el ideal, tan generoso y todavía tan imperfecto, de la democracia; para crear nuevos sueños y proponer nuevas metas a una humanidad malformada por los odios y humillada por la injusticia.

Y si bien creo que es urgente que haya entre nosotros cada vez más lectores, no estoy seguro de que los libros influyan solamente sobre quien los lee. Basta que un libro sea capaz de cambiar a un solo ser humano, para que su influencia termine alcanzando a millares. Porque ese ser transformado por el libro puede ser el emperador Adriano, puede ser Simón Bolívar, puede ser Gandhi. Cambiar a un solo hombre, a una sola mujer, puede equivaler a cambiar a toda una época, a todo un mundo.

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