Las otras muertes

Ana Cristina Restrepo Jiménez
07 de abril de 2018 - 09:10 a. m.

En una de sus cartas del destierro, Miguel de Unamuno le escribió al general Vallespinosa, desde París (4/10/1924): “Las serenas regiones de la doctrina son para debatir doctrina, pero cuando se trata de debatir actos arbitrarios e injustos, tropelías tiránicas del poder, entonces es noble, santo y justo lo que usted llama insulto. San Juan Bautista insultó al rey Herodes y fue por ello decapitado. Tácito insultó a los tiranos de Roma. Víctor Hugo insultó a Napoleón el Chico […] Y es que hay, no aún el derecho, el deber de insultar”.

Todos, con o sin poder, somos la pesadilla de alguien. Tratar de censurar o evitar el insulto es tiempo perdido, con más razón si se trata del diván de las redes sociales —al margen de si conocemos o no la identidad del agresor—.

No soy más ni menos “puta”, “malnacida”, “malcomida”, “amargada” y “vieja” porque alguien lo escriba. Ni nadie es más casto, biennacido, “biencomido” (¡¿?!), chévere, ni amanece más joven por escribirlo. El insulto existe. Siempre lo hará. Es una forma incómoda de la libertad de expresión. Los más astutos saben transitar en los linderos de la ley, no se arriesgan en los terrenos de la difamación. (A diario somos testigos de cómo, sin la más mínima ayuda externa, más de uno pierde su derecho al buen nombre).

Vale la pena observar la confección cultural del insulto, sobre todo aquel cosido con los hilos del machismo: a muchas columnistas mujeres nos han deseado una violación o un empalamiento. A quienes somos mamás, nos recuerdan que además de mal paridas tampoco parimos bien: nuestros hijos siempre serán blanco fácil para los cazadores de reacciones. Con los hombres opera la vulneración del “honor viril”: los llaman “maricas”, cuando no sale a relucir la tribu de guapos a la que pertenecen, ventilando nostalgias como la ausencia de los Castaño Gil (en Medellín dicen que han visto a Fidel haciendo fila en el supermercado, detrás de Carlos… Gardel).

No obstante, no hay por qué desestimar los insultos y las amenazas a Matador, así nos suceda a muchos, casi a diario.

No hay tal cosa como el asesinato virtual. Todavía.

En Colombia matan a los “invisibles”, a los líderes sociales, a las grandes voces locales sin tribuna nacional, porque en cuestión de semanas sus nombres desaparecen del recuerdo y los archivos judiciales (si es que llegan a ellos).

La experiencia nacional demuestra que matar a un personaje “visible” tiene dos ventajas de largo plazo: aunque no se pueden eliminar sus palabras ya dichas, se evita que hable más. Y la impunidad. Pero acarrea un problema eterno: el asesinato permanece en la memoria colectiva, es digno de homenaje. Ejemplo: Jaime Garzón.

Otras formas del asesinato poco o nada arriesgan al victimario, evitan los rastros de sangre: destruir familias, poner en entredicho la reputación (Coronell es un “narcotraficante”, Akerman es un “guerrillero” y un largo etcétera). Perseguir laboralmente. Desterrar. Borrar de la historia.

Son las otras muertes. Ellos lo saben.

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