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Las piernas de Marlene y de Teresa

Reinaldo Spitaletta

07 de mayo de 2012 - 07:01 p. m.

Hace veinte años se murió la mujer que, según la frivolidad de las clasificaciones, tenía las piernas más bellas del mundo.

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Se llamaba Marlene Dietrich, el Ángel azul, violinista a medias y dueña de una voz de humo, sensual y perturbadora, con la que cantó, por ejemplo, Lili Marleen, aquella canción de farol y guerra. Esa Marlene, que no creía en el más allá, fue estrella, tuvo un cielo llamado la Metro Goldwyn Mayer y ha pasado a la historia no sólo como una “femme fatal” sino, además, según el vaquero John Wayne, como la “mujer más atractiva del mundo”.

Sí, Marlene, por la que Hemingway perdió la cabeza, era, de verdad, un ángel de la perversión, si así puede llamarse a una fémina de encanto que despertaba pasiones y lujurias a granel. Una “rompecorazones”, se le dijo. Era, de acuerdo con Jean Cocteau, “la perfección en sí misma”. Aquella berlinesa, con seducción de cabaret, dirigida por Sternberg y Hitchkock y Wilder y Welles, creo que no tenía las piernas más bellas del mundanal planeta. Las tenía Teresa, una chica de Bello, de fines de los sesenta, que hoy debe peinar canas y acariciar nietos.

Teresa, en todo caso, carecía de “arroyuelos azules” en la cabeza y no tenía nada piedracielista en sus manos, ni cielos en los ojos, ni un Carranza que le cantara sonetos a su “suave desamor”. Tenía, en cambio, un tumbao al caminar de aquel que sólo poseían las guapas y las que aprendieron a “tirar paso” al son de las rumbas cubanas, mezcladas con las músicas de Lucho y Pacho. Teresa, digo, era coco y tambor, y cuando iba por la calle dejaba atrás un coro de suspiros y piropos picantes. Alguien muy sabido dijo entonces que le memoraba la melodía de Pequeña flor, de Bechet.

Recuerdo que al pasar, dejando aromas de jabón corriente y de perfume sin pretensiones, había voces que decían que Teresa era música ambulante, arrullo de palmas, pasito tun-tun, y cosas así que vistas a la distancia hacían parte de lo cursi, esa materia prima que les sirvió como estética de sus creaciones al mexicano Lara y al argentino Puig. Teresa caminaba bajo los escasos almedros de Manchester, con la luz de la tarde a sus espaldas, y entonces los trabajadores de las textileras creían que se trataba de un milagro.

Pero a todas estas ¿cuál era el embrujo de Teresa? Las piernas, las de ella, las divinas, eran superiores, según se decía entonces, a las de la Welch y la Monroe juntas.  Dejaba tras de sí una sublevación de comentarios y sensaciones. No faltaban los que babeaban a su paso (“al paso, camina al paso, no cambies ese vaivén”, le cantaba alguno) ni las señoras que se echaban bendiciones ante lo “inmoral” de la imagen: la falda breve mostraba el encanto color canela de sus piernas largas.

Teresa era la tentación. Los domingos se le veía pasar en bicicleta, con un pantalón corto, por las calles de El Congolo y Prado y Manchester, y el cielo abría sus ojos para verla y los transeúntes se detenían ante la visión ineludible. ¿Qué habrá sido de Teresa y de sus piernas? Ni ella ni sus piernas tuvieron un Hollywood, ni un Carranza que le cantara aunque fuera a su frente. No tenía celulitis. No tuvo celuloide.  Ni Expreso de Shangai ni un Gary Cooper a su lado.

El diablo es mujer, han dicho desde Tolstoi hasta Pierre Louys. Tanto Marlene como Teresa tenían un demonio en sus piernas. Y digo que las piernas de Teresa eran más bellas porque las vimos desfilar en eso que llaman la realidad y no en la ficción del cine. De Marlene, que murió a los noventa años, quedan, además de sus películas y su voz en acetatos, más de tres mil vestidos y cuatrocientos sombreros y dieciséis mil fotos y muchas cartas. De Teresa, tal vez solo el recuerdo de una crónica. ¿Qué hubiera sido de la Dietrich si la historia hubiese registrado las piernas sonoras de Teresa?

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