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Las reglas de la pandemia

Héctor Abad Faciolince
02 de agosto de 2020 - 05:00 a. m.

Creo que hay situaciones de la vida en las que lo mejor es no hacer nada. Y situaciones, también, en las que lo mejor es hacer cualquier cosa, algo, aunque sea abrir un hueco en la tierra para volver a taparlo con la misma tierra. Pero, en general, ante cualquier situación, lo mejor sería saber exactamente qué hacer. Ante la pandemia que estamos padeciendo, y justamente por tratarse de un virus nuevo y por lo tanto muy difícil de predecir exactamente cuán infeccioso, dañino o letal será, hubo gobiernos que intentaron no hacer nada, y les fue tan mal que luego empezaron a hacer frenéticamente alguna cosa. Otros gobiernos se volvieron hiperactivos y sacaron tantas reglas y normas y decretos, con sus excepciones, que los ciudadanos, agotada su capacidad de comprensión, se dedicaron a la desobediencia.

Quizá los peores gobiernos han sido los contradictorios, en los que una cosa dice el presidente y otra el ministro de Salud, y otra más el gobernador y una distinta el alcalde. Si un presidente dice que las mascarillas no sirven y no las usa, y además toma drogas que para los médicos son dañinas, y divulga videos con absurdas teorías sobre el virus, estamos ante el peor escenario posible. No hay que dar ejemplos, es fácil ponerles nombre a estos gobernantes.

Los gobiernos más sensatos han dictado normas para ganar tiempo. Mientras sabían bien qué hacer, mientras se encontraba un tratamiento, una vacuna, o mientras dotaban mejor los hospitales, ganaron tiempo con reglas de aislamiento. Esto tuvo sus frutos desde el punto de vista de la mortalidad, pero se paga caro desde el punto de vista de la economía. Entre la cautela de algunos y la sobradez de otros, es difícil encontrar ejemplos de gobiernos perfectamente sabios. Para decir la verdad, esta es una situación en la que muchos pensamos: qué bueno no ser gobierno, porque si lo fuera, hiciera lo que hiciera, me equivocaría.

La ironía es fácil cuando se dice que la ley es igual para todos. Por ejemplo, la norma de “se quedan en la casa”. Esta regla se siente distinto si mi casa son 20 metros cuadrados entre cuatro paredes, en espacio compartido con cinco personas, que si mi casa es un feudo de 1.000 hectáreas o una finca de dos cuadras con jardín y vacas. La ley es igual para todos, pero para unos cumplirla es un placer y para otros, una especie de cárcel. Y si no tengo casa, y vivo en la calle, y no tengo plata para pagar la multa, mi regla sigue siendo azotar las calles y pedir limosna a los gritos, mirando a las ventanas, porque por la calle ya no pasa nadie.

En estos días, hablando con un grupo de actrices, ellas me decían que, ante la crisis, iban a fundar una religión, la religión del teatro, pues el Gobierno permitía asistir a ritos religiosos en los templos, pero no a obras dramáticas en recintos teatrales. Si definen que el teatro es una religión (cuyos santos son Sófocles, Shakespeare, Lope y Molière), la libertad de cultos amparará su derecho a la ceremonia de la actuación ante un público de devotos. Cuando cambian las definiciones, cambian las reglas. Si el Gobierno decide que dará un subsidio universal a los pobres, lo más importante, para saber quién se beneficia o no, será la definición de “pobre”. La gente del cine tiene razón cuando pide que los dejen abrir al menos autocines, y también los dueños de restaurantes que solicitan permiso al menos para los locales que tienen terrazas al aire libre.

Creo que a veces la irracionalidad de muchas reglas en países como Colombia obedece también a la irracionalidad y a la indisciplina de los ciudadanos. Cuanto más indisciplinados sean los ciudadanos de un país, más enredadas y absurdas las reglas de ese país, pues los que mandan tienen que contar con una masa ingente de gente ingobernable. Sé que es absurdo que no me dejen caminar solo y con tapabocas una hora por la calle, pero sé que si esto se permitiera, todo el mundo a toda hora estaría en su hora de salida por la calle.

 

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