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En respuesta al editorial del 21 de diciembre de 2025, titulado “Una oportunidad para la educación superior pública”.
El editorial sobre cambios en la educación superior arriesgaría caer en alguna de las confusiones que critica. Reducir el problema de la educación superior meramente al financiero, como lo habría hecho la ley aprobada recientemente, incurriría, por lo menos, en una petición de principio administrativa.
La Ley 30 de 1992, que eufóricamente el editorial anuncia como “reformada”, es un complejo aparato de disposiciones entre las cuales las de la financiación no serían las de mayor envergadura.
Todo porque, al ordenar de cierta forma el mecanismo de asignación de fondos estatales a las universidades (y entes tecnológicos), esa ley habría descuidado evitar que los déficits crónicos de estas entidades pudieran ser controlados mediante eficaces y eficientes mecanismos administrativos.
El hecho de que esos déficits acumulen crónicamente un 5 % anual muestra que la gestión universitaria peca por carecer de una adecuada gestión y control de sus costos operativos, lo que confirma que ella pecaría por deficiente administración gerencial antes que por escasez de recursos.
El concepto de “costo” está íntimamente ligado a la existencia de sistemas y procedimientos que identifiquen tanto sus fuentes (o “centros de costo”) como la forma en que su monto justifique, como en este caso, cada vez mayores desembolsos.
Pero las universidades públicas, precisamente de la mano de la inefable Ley 30 de 1992, están administradas por una compleja red de intereses, ninguno de los cuales tiene esencia ni función netamente administrativa o gerencial.
Con rectores con voz pero sin voto, para peor, los consejos superiores enredan intereses políticos y académicos donde cogobierna una mayoritaria presencia de la Presidencia de la República y una minoritaria fuerza académica, con el agravante de que los problemas terminan siendo “académicos” pero nunca del presidente de turno o sus delegados.
Por ello, mientras se les siga entregando a las universidades cantidades millonarias de recursos cada año como producto de “tiras y aflojes” entre el Ministerio de Hacienda y este tipo de Consejos Superiores, ninguna transformación positiva podrá avizorarse.
La ley “transformadora” solo resolvería un problema formal y ninguno de fondo. Dado que los negociadores del presupuesto educativo solo trabajaban con base en el Índice de Precios al Consumidor (IPC), con la nueva ley aprobada estas discusiones se harán con base en un nuevo Índice de Costos de la Educación Superior (ICES), preparado por el DANE. Nada más.
De acuerdo con lo anterior, la alegría por la nueva ley aprobada se reduciría a que se ha sustituido un índice por otro: el IPC por el ICES. Nada “transformador” podría esperarse de una medida que apenas merecería algún tipo de pasajera, efímera y superficial euforia.
Mientras los costos operativos universitarios, a los que bien se refiere el editorial, sigan siendo precariamente administrados por Consejos Superiores y rectorías carentes de habilidades gerenciales, nada garantiza que el déficit crónico anual resulte eliminado o al menos disminuido en los presupuestos de la educación superior.
Al final de esta eufórica novedad, la nueva ley solo habría logrado cambiar el color de la ruana en el uniforme del equipo educativo superior…