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En respuesta al editorial del 28 de agosto de 2025, titulado “El Estado laico no puede privilegiar una fe particular”.
El contenido del editorial del 28 de agosto de 2025 es afortunado, en tanto prueba que, entre el vaivén de ideologías propio de la democracia, actualmente se logran defender principios libertarios en las Altas Cortes colombianas.
Saludable también, porque demuestra que, en las páginas de uno de los escasos bastiones de los principios liberales, El Espectador, su director dicta cátedra permanente en la defensa de estos principios desde lo periodístico.
No obstante, conviene resaltar lo que sugiere el editorial: lo dispendioso que resulta para un ciudadano acudir a los juzgados para tutelar su libertad religiosa y, peor aún, pretender que las Altas Cortes se comprometan con el tema.
Como muestra, un derecho de petición emitido por el suscrito sobre la presencia de un crucifijo en el seno de la Sala Plena de la Corte Constitucional recibió, como respuesta firmada por su presidenta, María Victoria Calle, con fecha del 7 de julio de 2016, entre otros apartes, lo siguiente: “La presencia de ese Cristo (sic) en la Sala Plena no constituye una forma de exclusión, adoctrinamiento o sometimiento religioso, pues (…) los magistrados de la Corte (…) profesen o no la fe para la cual ese símbolo tiene un sentido, están obligados por ese hecho, expresa o tácitamente, a rendirle ninguna (sic) forma de culto o de veneración, mucho menos si es contraria o ajena a su conciencia (sic)”.
Sin entrar a considerar el galimatías del concepto emitido por la Sala Plena de la Honorable Corte Constitucional, este confirmaría que no es gratuito que, en el mismo preámbulo de la Carta, aún se mantenga inscrito que los colombianos estamos “invocando la protección de Dios”. No de Alá ni de Buda, por ejemplo.
Si lo anterior resultara apenas formal, y entrando a fondo, la República de Colombia y el Estado Vaticano mantienen vigente un Concordato originario de 1887, inducido por el católico Rafael Núñez, paradójicamente conocido desde entonces como el “presidente de la Regeneración”, fenómeno sociopolítico que materializó el otorgamiento de diversos privilegios civiles y financieros a favor de la Iglesia Católica.
Hasta que no se pruebe lo contrario, todavía el Tesoro Nacional le gira a la Iglesia Católica cierta parte de los impuestos pagados por ciudadanos de todos los credos, bajo la figura de una “recompensa permanente” por los daños presuntamente infligidos a dicha Iglesia por el Estado, como consecuencia de la confiscación de bienes eclesiásticos realizada por el general Tomás Cipriano de Mosquera en la segunda mitad del siglo XIX.
Asunto en relación con el cual, y redondeando esta crítica, la Honorable Corte Constitucional, al afrontar una demanda de inconstitucionalidad contra dicho Concordato, se pronunció mediante la Sentencia C-027 de 1993 (dos años después de promulgada la Carta), ratificando, entre otros argumentos, que “el Estado, en atención al tradicional sentimiento católico (…) considera la Religión Católica, Apostólica y Romana como elemento fundamental del bien común y del desarrollo (sic) de la comunidad nacional…”.