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En respuesta al editorial del 9 de enero de 2025, titulado “Nada justifica la tibieza ante el régimen venezolano”.
Es difícil discrepar de la afirmación: “Nada justifica la tibieza ante el régimen venezolano”; sin embargo, la incertidumbre, la ambigüedad y la contradicción son constantes en la complejidad moderna.
Aunque sus esquinas ideológicas son evidentemente opuestas, Uribe y Petro comparten rasgos de personalidad que les permitieron posicionarse como los caudillos de nuestra historia contemporánea. Una convergencia similar surge al comparar las circunstancias de las repúblicas de Colombia y Venezuela.
Durante el ejercicio de sus respectivos periodos presidenciales, el “gran colombiano” y el “exguerrillero” manifestaron rasgos de trastornos narcisistas, delirios autoritarios y propagandas populistas. Esto se evidenció en el recurrente desprecio hacia las críticas, el sistemático maltrato a sus opositores y el deliberado refuerzo de una narrativa que ha perpetuado el conflicto interno, donde sus bandos se presentan como el “bien” y los demás como el “mal”.
La personalización del poder y la polarización política, características de nuestros poco ejemplares representantes, proyectan similitudes con las dinámicas que han marcado el estancamiento del régimen venezolano. Dicho régimen también se inspiró en la injusticia socioeconómica, la creencia en un “elegido” y la reencarnación de un ideal bolivariano al estilo de “Bolívar soy yo”.
Ahora, consideremos la descomposición institucional. Al otro lado de la frontera que dividió a la Gran Colombia, la democracia, en teoría, está integrada por cinco ramas destinadas a garantizar el equilibrio de poderes y la prosperidad del pueblo: 1) Ejecutivo; 2) Legislativo; 3) Judicial; 4) Electoral; y 5) Moral.
A pesar de que la comunidad internacional condena unánimemente el totalitarismo de Maduro, es necesario reconocer que la miseria experimentada por la mayoría de los ciudadanos es prácticamente equivalente a la que existía antes de Chávez (a. C.).
De igual forma, aunque por el complejo de inferioridad global o la rivalidad entre países hermanos miremos por encima del hombro a los venezolanos, ignoramos que fuimos cortados con la misma tijera. Somos parias del mundo, no somos profetas en nuestra tierra y, en muchos sentidos, también somos un “Estado fallido”.
En Colombia, el Frente Nacional puso fin a la violencia bipartidista eliminando la competencia; en Venezuela, ese desenlace se denominó Pacto de Punto Fijo. Las insurrecciones surgieron como contrapeso a ese statu quo o “establecimiento” que excluyó a quienes no tenían privilegios o no se identificaban con la preexistente y anacrónica dicotomía política. Esa dicotomía perdió sentido, pues liberales y conservadores ya no alternan la mesa, sino que comparten el plato que les sirve el gobierno de turno. Incluso, en un gesto simbólico, la hija del César se casó con un líder godo.
La Constitución del 91 fue un segundo intento por resolver de raíz los problemas estructurales —nuevamente, algo similar ocurrió en nuestro país vecino—. Aunque algunos defienden los progresos que esto trajo, especialmente al principio, cuando se percibía como algo novedoso, el descontento persistió y catapultó una demanda masiva de “cambio”. Desafortunadamente, ni siquiera la tercera revolución trajo la vencida, aunque Petro haya asumido como el primer presidente de izquierda en Colombia.
En nuestro país, el único mandatario que disfrutó de amplia aceptación fue Uribe, quien finalmente terminó cayendo en la misma desgracia que sus homólogos. En ese entonces, todas las ramas del poder eran mal calificadas en los “opinómetros”, porque son disfuncionales y han sido consumidas por el absolutismo nepotista o clientelista.
Los órganos independientes y de control están ideologizados o dependen del clientelismo. Además, la rama “electoral” también se corrompió, ya que la compra de votos determina el resultado de los comicios, la designación de altos cargos del Estado, las decisiones legislativas, su declaración de exequibilidad y la emisión de providencias constitucionales.
Finalmente, Diosdado puede ser el Santos traidor: aquel que tuvo como su nuevo mejor amigo a Chávez.