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En respuesta al editorial del 29 de julio de 2025, titulado “Se debe reconocer la legitimidad de la justicia”.
He leído con sorpresa su editorial del día 29 de julio, titulado “Se debe reconocer la legitimidad de la justicia”.
Pienso que su posición —que es la de muchos colombianos— es la de alguien que no tiene los conocimientos legales necesarios para hacer una valoración mucho más crítica, y por lo tanto más acertada, de lo sucedido en el juicio contra el expresidente Uribe.
No sé si Uribe es inocente o culpable en el mundo de la “verdad verdadera”, pero para mí es claro que la Fiscalía, quien tenía la carga de la prueba, no probó más allá de toda duda razonable la culpabilidad de Uribe. Las falencias probatorias fueron subsanadas por falencias ostensibles en la sana valoración de las pruebas por parte de la jueza. El acervo probatorio, a la luz de una valoración adecuada, debió haber llevado a un fallo de no culpabilidad.
Cuando un fallo no corresponde a lo actuado en un proceso, solo caben dos explicaciones: una, el juez es incompetente; o dos, es corrupto. Suele suceder que es ambas cosas. Se supone que la asignación de expedientes a los jueces es aleatoria, pero ciertamente, en un caso de alto perfil como el de Uribe, se le hacía un flaco favor a la institucionalidad designar a una jueza que aparentemente carece de la formación legal para asumir semejante responsabilidad. Véase que le doy el beneficio de la duda al considerar que es incompetente y no corrupta, pero en cualquiera de los dos casos, la justicia queda herida de muerte con fallos —engendros— de esta naturaleza.
Hay tres tipos de legitimidad, y coincido en que formalmente la sentencia está amparada por una presunción de legitimidad: legitimidad formal. Serán las instancias superiores —y hasta que haya cosa juzgada— las que decidan sobre la legitimidad de lo fallado y actúen en consecuencia. Deberán valorar la legitimidad formal, así como la de fondo. Y la tercera legitimidad —la más importante de todas— tiene que ver con la credibilidad de las instituciones. Si los fallos no se ajustan a derecho, se socava la credibilidad de las instituciones y, en últimas, se debilita el Estado de derecho.
Porque aquí el tema de fondo no es Uribe, sino la protección del sacrosanto derecho al debido proceso. Si el bien más preciado después de la vida —la libertad— no puede ser tutelado eficazmente por el Estado y sus instituciones (en este caso, la justicia), entonces el Estado de derecho está muerto.
Condenar a Uribe en violación del debido proceso les parecerá a muchos una enorme victoria y una justificación de los medios empleados, pero, en últimas, el precio societal —del pacto social— a pagar es demasiado grande e injustificado. Es tan importante y sagrado preservar la credibilidad del sistema que, en el sistema penal estadounidense, si una persona es culpable pero se demostró con evidencia recolectada ilegalmente, se la declara no culpable.
Pienso que es altamente probable que este fallo de primera instancia sea revisado, total o parcialmente, en las instancias superiores. Obviamente, esto presupone jueces competentes y honestos; es decir, que el Estado de derecho aún vive, y que la justicia sigue siendo la última línea de defensa de la legitimidad del Estado y de los derechos de los ciudadanos.
Sobra decir que no comparto sus apreciaciones sobre la jueza, sobre lo actuado, y mucho menos sobre la valoración que hizo de las pruebas y los testigos. Ante un fallo tan deficiente, queda flotando la impresión de que Uribe fue prejuzgado, y que el proceso consistió en amañar todo lo actuado para lograr el resultado buscado. Queda la impresión, entre quienes sabemos de derecho, de que Uribe no fue vencido en justa lid en un juicio ajustado a derecho, sino que fue vencido por el activismo judicial que acogió el querer de un gran sector de la sociedad. La única conclusión lógica y ajustada a derecho en ese juicio era la no culpabilidad de Uribe. La verdad del expediente —que no es lo mismo que la “verdad verdadera”— es que Uribe no podía ser hallado culpable.
Es paradójico y contradictorio que la misma jueza que proclama que no hay nadie por encima de la ley, al no aplicarla debidamente y desconocerla abiertamente, se coloque por encima de ella.