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De víctimas perfectas a la presunción de inocencia

Diego Leonardo González Rodríguez
27 de junio de 2022 - 05:00 a. m.

En respuesta al editorial del 4 de junio de 2022, titulado “Amber Heard no era la víctima perfecta y ahora paga por eso”.

A pesar de todas nuestras falencias como sociedad, aún contamos con garantías constitucionales básicas.

Por ejemplo, el derecho al debido proceso, el principio de legalidad y el principio de presunción de inocencia: somos inocentes hasta que se demuestre lo contrario.

En el libro El síndrome Woody Allen (Debate, 2020), el psicólogo y periodista español Edu Galán da una definición de lo que son las denuncias falsas: “Aquellas que están dirigidas a propósito para dañar a la pareja”.

Roxana Kreimer, filósofa y doctora en Ciencias Sociales, señala en su investigación El patriarcado no existe más (Galerna, 2020) algunas de las razones por las que hay denuncias falsas: garantizan el uso exclusivo de la vivienda en caso de divorcio, dan la custodia de los hijos, pensión alimenticia y acaban con la reputación del denunciado.

“¿Cómo podría la víctima ser culpable o responsable de algo?”, se pregunta Daniele Giglioli en el ensayo Crítica de la víctima (Herder, 2017), que continua así: “La víctima no ha hecho, le han hecho; no actúa, padece. En la víctima se articulan carencia y reivindicación, debilidad y pretensión, deseo de tener y deseo de ser. No somos lo que hacemos sino lo que hemos padecido, lo que podemos perder, lo que nos han quitado”.

¿Quién podría cuestionar a Amber Heard después de denunciar a Johnny Depp por violencia doméstica? Depp utilizó su derecho constitucional a la presunción de inocencia, aunque desde las denuncias promovidas en redes sociales por el movimiento #MeToo (2017) parece darse por sentado que los hombres somos culpables de algo, lo que sea.

Kreimer, feminista científica, explica en su ensayo: “El #MeToo fue positivo porque visibilizó la problemática social del acoso, particularmente el laboral”, pero critica al movimiento porque “instaló la idea de que bastaba que una mujer denunciara para que el hombre fuera culpable, independientemente de la existencia de un fallo judicial”.

El feminismo de cuarta ola no concuerda con el veredicto que halló culpable a Heard, aunque están de acuerdo cuando se reafirma la sentencia preestablecida por ellos en redes.

Douglas Murray subraya, en su libro La masa enfurecida (Península, 2020), que los pensadores marxistas se pueden identificar porque “cuando tropiezan con una contradicción, nunca vacilan ni se cuestionan nada, que es lo que haría alguien cuyo fin es encontrar la verdad”.

Pareciera que al feminismo más radical solo le interesa escuchar que un hombre es culpable, o todos, como afirma en las etiquetas que promueven en redes: #MenAreTrash (#LosHombresSonBasura), #KillAllMen (#MatenALosHombres).

Ante este lenguaje intimidatorio, escribe Murray en el ensayo ya citado: “Un siglo después parece aceptable y aun normal que mujeres nacidas con todos los derechos por los que sus antecesoras tuvieron que pelear reaccionen con un lenguaje más violento que el que se empleaba cuando la balanza estaba infinitamente más desequilibrada”.

Paradójicamente, los grupos identitarios persiguen y estereotipan de la misma forma en que lo hicieron con ellos. Ahora, con antorcha en mano, juzgan con “siniestros arquetipos identitarios”, así nombrados por Juan Soto Ivars en el ensayo La casa del ahorcado (Debate, 2020), “para inhabilitar el derecho de ciudadanía de unas personas que habían transgredido un tabú”.

Las preguntas aparecen: ¿queremos igualdad o privilegios? ¿Queremos justicia o revancha?

“Surge de la sensación de que las sociedades cubren con un velo hipócrita lo real, lo verdadero, y que la vida es el intento de quitar ese velo y desvelar lo auténtico”, sintetiza Ricardo Dudda, en el ensayo La verdad de la tribu (Debate, 2019).

Por Diego Leonardo González Rodríguez

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