En respuesta al editorial del 24 de noviembre de 2025, titulado “Trump quiere el Nobel regalando parte de Ucrania”.
Lo de menos es que el presidente Trump pretenda el Nobel de Paz a costillas del cercenamiento de Ucrania. Lo que está de por medio es la consolidación de una nueva forma de hacer la política exterior –sin mencionar por ahora la interna− por la élite estadounidense, como lo muestra el hecho de que no haya oposición notoria y organizada contra esa especie de ucase que Trump da a conocer en su red social para notificar a Republicanos, Demócratas y urbi et orbi de su próxima jugada.
La lista de lo que en otras épocas podría denominarse salidas en falso de Washington es larguísima: los regaños a Zelensky por no aceptar los planes propuestos o por no vestir con corbata, el abrazo desvergonzado a Netanyahu después de bombardear a Palestina e Irán, las órdenes a los europeos que más parecen dadas a un equipo de fútbol barrial que a 27 países soberanos, las amenazas contra México, Canadá, Groenlandia, Venezuela y Colombia, entre otras, el uso y abuso de los aranceles para imponerle agenda a los socios como intentó hacerlo con Brasil por el asunto Bolsonaro y un largo etcétera. Esta lista corrobora varias tendencias. La primera, ya mencionada, la casi unánime aceptación entre la élite gobernante, por no decir del grueso de los estadounidenses para quienes el mundo solo tiene 50 estados.
La segunda, que poco les importa que esas medidas se estén llevando por delante el poder del Congreso, de las cortes y de organismos multilaterales que en muchos casos Estados Unidos mismo le impuso al planeta en la posguerra. Es la máxima expresión del poder ejecutivo unitario que ha venido abriéndose paso en Washington desde las épocas de Nixon, con altas y bajas como ocurre en cualquier tendencia que busca imponerse.
La tercera, y no menos preocupante, es el retorno a la política de las cañoneras que aprendiera a utilizar ese país desde finales del siglo XIX contra el vetusto imperio español y sus excolonias en Asia (Filipinas, Guam) y América Latina, incluida, cómo no, nuestra Panamá. El desmonte de los organismos de apoyo a sus políticas (el poder blando) desde el primer día de gobierno con el cierre de USAID, descorrió el velo de la amistad que dijo profesarnos Washington. Ahora es, como con T. Roosevelt, el garrote. Otras viejas formas de poder blando −el dólar, el sistema Swift, las visas, las redes sociales−, antes usadas con parsimonia, ahora son armas arrojadizas para expandir la política, como ocurre con el uso indiscriminado de los embargos y las listas negras.
Las medidas autoritarias internas, que merecen otro escrito, han empezado a cuestionarse, como ocurrió en las marchas del llamado Día sin rey. Pero, hay que insistir, no se escuchan voces contra los atropellos más allá de sus fronteras, de manera que un eventual Nobel de Paz por sus planes con Ucrania y Palestina no sería sino la patente de corso para ir contra el resto del mundo.